El libro del cementerio

—?Dónde están ahora? —preguntó Nad.

 

—Uno de ellos te está buscando por el Paseo Egipcio —le dijo su padre—. El otro lo espera en el callejón, junto a la tapia. Y han venido tres más, que se han subido en los contenedores para saltarla.

 

—Ojalá Silas estuviera aquí; él los despacharía en un pispás. O si no la se?orita Lupescu.

 

—Tú lo estás haciendo muy bien —lo animó el se?or Owens.

 

—?Dónde está mamá?

 

—En el callejón.

 

—Dile que he escondido a Scarlett en el subterráneo que hay bajo el mausoleo de Frobisher. Si algo me sucede, quiero que se ocupe de ella.

 

Había oscurecido ya, y el chico echó a correr. El único modo de llegar a la zona noroeste era atravesando el Paseo Egipcio, y al llegar allí tendría que pasar por delante de las narices del tipo de la cuerda negra, el tipo que lo estaba buscando y quería verlo muerto…

 

él era Nadie Owens, se dijo a sí mismo, y formaba parte del cementerio. Todo iba a ir bien.

 

Al llegar al Paseo Egipcio, le costó localizar al hombre del bigote, el Jack que se hacía llamar Ketch. Aquel individuo se camuflaba muy bien entre las sombras.

 

Nad respiró hondo, puso en práctica la Desaparición, hasta volverse invisible, y pasó junto al hombre como un pu?ado de polvo aventado por la brisa nocturna.

 

Bajó por el Paseo Egipcio y, entonces, volvió a hacerse completamente visible y le dio una patada a una piedra. En ese momento vio una sombra que, sigilosa como un muerto, se desgajaba del arco para aproximársele.

 

Nad siguió caminando por entre la hiedra que cubría el Paseo Egipcio y se dirigió hacia la esquina noroeste del cementerio. Era consciente de que tenía que sincronizar perfectamente sus movimientos, porque si iba demasiado rápido, el hombre lo perdería, pero si iba demasiado despació acabaría con una cuerda de seda negra alrededor del cuello, que se llevaría su último aliento y, con él, todo su futuro.

 

Siguió caminando por entre la mara?a de hiedra haciendo mucho ruido, lo que espantó a uno de los numerosos zorros que pululaban por el cementerio. Aquello era una auténtica jungla de lápidas caídas y estatuas sin cabeza, de árboles y acebos, de resbaladizos y putrefactos montones de hojas caídas, pero Nad conocía aquella jungla como la palma de su mano, pues llevaba explorando la desde que dio sus primeros pasos.

 

Avanzaba deprisa pero con mucho cuidado, pasando de una mara?a de hiedra a una piedra, y luego al suelo, con la confianza que le daba el saber que estaba en su casa. Y tenía la sensación de que el propio cementerio intentaba protegerlo, ocultarlo, hacerlo invisible, mientras que él luchaba por hacerse visible.

 

Vio a Nehemiah Trot y vaciló un momento.

 

—?Hola, joven Nad! —lo saludó el poeta—. Por lo que oigo, una gran excitación se ha adue?ado de ti, y te aventuras por estos pagos cual cometa por el ignoto firmamento. ?A qué debo el honor de esta visita, joven Nad?

 

—Quédese ahí —susurró Nad—, exactamente donde está en este momento, y mire lo que hay detrás de mí. Avíseme cuando se acerque.

 

Nad sorteó la tumba abierta de Carstairs y se detuvo, jadeando, como si necesitara recobrar el aliento; le daba la espalda a su perseguidor. Aguardó. Fueron tan sólo unos segundos, pero le parecieron una eternidad.

 

(?Ya viene, Nad. Lo tienes a unos veinte pasos?, le previno Nehemiah Trot.)

 

El Jack que se hacía llamar Ketch vio al muchacho delante de él, y tiró con fuerza de los dos extremos de la cuerda negra. Esta había estrangulado un montón de cuellos, a lo largo de muchos a?os, y puesto fin a la vida de cuantos recibieron su mortal abrazo; era muy suave pero muy resistente, y completamente invisible para los rayos X.

 

Ketch meneó su bigotillo, pero mantenía inmóvil el resto del cuerpo. Tenía su presa a la vista y no quería espantarla; avanzó con lentitud, sigiloso como una sombra.

 

El chico se enderezó.

 

Jack Ketch dio otro paso. Las suelas de sus impecables zapatos negros se posaban sobre las hojas sin hacer apenas ruido.

 

(??Lo tienes justo detrás!?, gritó Nehemiah Trot.)

 

Nad se dio la vuelta, y Jack Ketch se abalanzó sobre él…

 

Y el se?or Ketch notó que el suelo desaparecía bajo sus pies. Trató de agarrarse con una mano, pero siguió cayendo unos seis metros más hasta estrellarse contra el ataúd de Carstairs. En la caída, rompió la tapa del ataúd y su propio tobillo.

 

—Uno menos —dijo Nad con voz tranquila, aunque en ese momento estaba cualquier cosa menos tranquilo.

 

—Una jugada muy elegante —afirmó Nehemiah Trot—. Creo que compondré una oda. ?Querrías escucharla?

 

—Ahora no tengo tiempo —se disculpó Nad. ?Dónde están los demás?

 

—Tres de ellos están en el sendero del sureste —le informó Euphemia Horsfall—; van hacia la colina.

 

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