El libro del cementerio

La tierra tembló una vez más, y el se?or Dandy notó que la lápida cedía un poco bajo su peso. Alzó la vista. El chico estaba ahí mismo, observándolo con curiosidad.

 

—Ahora ya sólo tengo que esperar a que la puerta se cierre —comentó Nad—. Y si sigue agarrándose a eso, lo más probable es que se cierre sobre usted y lo aplaste. O quizá simplemente lo absorba y pase usted a formar parte de la puerta. La verdad es que no lo sé. Pero le voy a dar una oportunidad, cosa que usted no le concedió nunca a mi familia. El se?or Dandy miró con intensidad los grises ojos del chico, y soltó una maldición.

 

—No podrás escapar de nosotros —le espetó—. Somos el gremio de los Jack; estamos por todas partes. Esto no se acaba aquí.

 

—Para usted, sí. éste es el fin de los de su cala?a y de lo que representan, como predijo aquel hombre en el antiguo Egipto. No han podido matarme; su gente estaba por doquier, pero ahora todo ha terminado —Nad sonrió—. Eso es precisamente lo que está haciendo Silas en estos momentos, ?verdad? Por eso abandonó el cementerio.

 

La expresión del se?or Dandy confirmó todas las sospechas de Nad.

 

Pero Nad nunca sabría qué le hubiera respondido el se?or Dandy, porque el hombre soltó la lápida y cayó lentamente en la oscuridad del abismo que se abría bajo la puerta de los ghouls.

 

—Wegh Khárados! —dijo Nad.

 

Y la puerta de los ghouls volvió a ser una simple tumba, nada más.

 

—Alguien le tiró de la manga. Era Fortinbras Bartleby.

 

—?Nad, el hombre que estaba junto a la iglesia se dirige hacia la colina!

 

El hombre Jack dejó que su olfato lo guiara. Se había separado de los demás, entre otras cosas, porque la peste a colonia de Jack Dandy hacía imposible distinguir rastros más sutiles. Pero la ni?a olía igual que la casa de su madre, como la gotita de perfume que se había puesto en el cuello aquella ma?ana antes de ir a la escuela. Y también olía como una víctima, a miedo, pensó Jack, a presa. Donde ella estuviera, tarde o temprano, estaría el chico también.

 

Asió con fuerza la empu?adura del pu?al y subió hacia la cima de la colina. Ya casi había llegado cuando tuvo una corazonada, una corazonada que, sin lugar a dudas, era verdad: Jack Dandy y los demás se habían ido. ?Mejor pensó. Siempre hay sitio en la cumbre para uno más.? De hecho, el ascenso del hombre Jack dentro de la Orden se había estancado después de fracasar en su misión de aniquilar a la familia Dorian. Era como si ya no confiaran en él. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

 

En lo alto de la colina, el hombre Jack perdió el rastro de la chica. Pero sabía que estaba cerca.

 

Volvió sobre sus pasos, como quien no quiere la cosa y, a unos quince metros más allá, cerca de un peque?o mausoleo con una verja de hierro cerrada, recuperó el rastro. Tiró de la verja, que se abrió sin la menor dificultad.

 

Ahora percibía el olor de la chica con toda claridad. Y olía su miedo. Retiró todos los ataúdes, uno por uno, dejándolos caer estrepitosamente al suelo, sin importarle que se rompieran ni que los restos que contenían quedaran desperdigados por el suelo. No, no estaba escondida en ninguno de ellos…

 

Entonces, ?dónde? Inspeccionó las paredes del mausoleo; eran macizas.

 

Se arrodilló en el suelo, se puso a gatas, apartó el último ataúd y tanteó la pared que había detrás. Su mano topó con un agujero.

 

—?Scarlett! —gritó tratando de imitar la voz que utilizaba cuando era el se?or Frost. Pero ya no era capaz de encontrar aquella parte de sí mismo; ahora era el hombre Jack, y punto. Gateando, entró por el agujero.

 

Al oír el estropicio que Jack estaba provocando arriba, Scarlett se dispuso a bajar los escalones con mucho cuidado, tanteando la pared de roca con la mano izquierda y sujetando con la derecha el llavero-linterna, que le alumbraba el camino lo suficiente para saber dónde ponía el pie. Por fin, llegó al último escalón y se adentró en la caverna con la espalda pegada a la pared de roca y el corazón a punto de salírsele del pecho.

 

Tenía miedo; miedo del amable se?or Frost y de sus escalofriantes amigos; miedo de aquella caverna y de los recuerdos que le traía a la mente; incluso, para ser sincera, tenía que admitir que hasta Nad la atemorizaba un poco.

 

Porque ya no era aquel ni?o callado con un halo de misterio que le recordaba la infancia, sino algo muy diferente, algo que ni siquiera era del todo humano.

 

?Me gustaría saber en qué estará pensando mamá en estos momentos, se dijo. Llevará un buen rato llamando por teléfono a casa del se?or Frost para enterarse de cuándo pienso volver a casa. Si logro salir de ésta con vida, la obligaré a que me compre un móvil. Es completamente ridículo no tenerlo. Probablemente, soy la única chica de mi edad que aún no tiene móvil propio. A pesar de todo… ?Ojalá mamá estuviera aquí!?

 

Jamás hubiera creído que un ser humano podría moverse en la oscuridad con tal sigilo, pero, de repente, una enguantada mano le tapó la boca, y una voz que recordaba vagamente a la del se?or Frost le dijo:

 

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