Un grito masculino de dolor atrajo mi atención hacia Quen. Mi corazón pareció pararse.
Piscary lo había atrapado y lo sujetaba como un amante, aferrado a su cuello y sujetando el peso de ambos. Quen se quedó laxo y la estaca de madera cayó al suelo. Su grito de dolor se convirtió en un gemido de éxtasis.
Apoyándome contra la pared logré levantarme.
—?Piscary! —grité y se giró con la boca roja por la sangre de Quen.
—Espera tu turno —me soltó, ense?ándome los dientes manchados de rojo.
—Yo llegué antes —dije.
Piscary se enfadó y soltó a Quen. Si hubiese estado hambriento nada lo habría hecho abandonar una presa abatida. Quen alzó un brazo débilmente. No se levantó. Yo sabía por qué. Era demasiado agradable.
—No sabes cuándo debes dejar las cosas tal y como están —dijo Piscary acercándose a mí.
De mí surgieron palabras en latín, grabadas a fuego en mi mente durante el ataque de Quen. Mis manos se movían esbozando la magia negra. Mi lengua se hinchó por el sabor a papel de aluminio. Intenté alcanzar una línea luminosa, pero no la encontré.
Piscary me atacó violentamente. Jadeé. Era incapaz de respirar. Estaba de nuevo sobre mí, empujándome.
Entre el miedo noté que algo se rompía. Una ola de siempre jamás fluyó a través de mí. Oí mi propio grito de conmoción por la repentina entrada de poder. Bolas doradas rodeadas por franjas negras surgieron en mis manos. Piscary se levantó de encima y se estrelló contra una pared, sacudiéndose las luces.
Me incorporé a la vez que él se derrumbaba en el suelo y comprendí de donde provenía la energía.
—?Nick! —grité asustada—. Oh, Dios, Nick, lo siento.
Había alcanzado una línea luminosa a través de él. Había obtenido la energía gracias a él como si fuese mi familiar. Lo habría atravesado a él igual que a mí. Había usado más de lo que él podría soportar. ?Qué había hecho?
Piscary estaba tirado en el suelo apoyado contra la pared. Movió un pie y levantó la cabeza. Tenía la mirada perdida, pero sus ojos seguían negros, cargados de odio. No podía dejar que se levantase. Soportando un dolor atroz, cogí la pata de la silla que Piscary había arrancado antes y atravesé tambaleante la habitación.
Piscary se levantó también tambaleándose y apoyándose contra la pared. Tenía la bata casi suelta. De pronto, enfocó la vista.
Agarré la barra de metal como si fuese un bate y cogí impulso mientras corría.
—Esto es por intentar matarme —dije blandiendo la barra de metal. Lo golpeé con ella detrás de la oreja y sonó un chasquido amortiguado. Piscary se tambaleó, pero no cayó.
Inspiré con un sonido enfadado.
—?Esto es por violar a Ivy! —le grité, descargando sobre él toda mi rabia por haberle hecho da?o a alguien tan fuerte y vulnerable. Sacando fuerzas de flaqueza lo golpeé de nuevo con un gru?ido por el esfuerzo.
La barra de metal chocó contra la parte trasera de su cabeza, sonando como si hubiese golpeado un melón.
Tropecé y recuperé el equilibrio. Piscary cayó de rodillas. La sangre manaba de su cabeza.
—Y esto —dije notando que me ardían los ojos y que las lágrimas me nublaban la vista— es por haber matado a mi padre —susurré.
Con un grito de angustia, lo golpeé una tercera vez, acertando de lleno en la cabeza de Piscary. Giré por el impulso y caí de rodillas. Me ardían las manos y la barra cayó de mis manos dormidas. Piscary puso los ojos en blanco y cayó al suelo.
Mi respiración sonaba como si sollozase. Lo miré y me pasé el dorso de la mano por la mejilla. No se movía. Miré a través de mi pelo hacia la ventana falsa. El sol había salido ya y brillaba sobre los edificios. Probablemente se quedaría así hasta el anochecer. Probablemente.
—Mátalo —dijo Quen con voz ronca.
Levanté la cabeza. Se me había olvidado que estaba allí.
Quen se había puesto en pie y se apretaba la mano contra el cuello. La sangre goteaba entre sus dedos, dejando un feo rastro sobre la moqueta blanca. Me lanzó una espada de madera.
—Mátalo ahora.
La cogí como si me hubiese pasado la vida empu?ando espadas. Temblaba y la usé para levantarme, apoyando la punta contra la moqueta. Se oían gritos y llamadas provenientes del agujero en la pared. La AFI había llegado. Tarde, como de costumbre.
—Soy una cazarrecompensas —dije con la garganta dolorida y la voz ronca—, yo no mato a mis objetivos. Los entrego con vida.
—Eres una idiota.
Me acerqué dando tumbos hasta una silla acolchada antes de que me cayese al suelo. Dejé caer la espada, coloqué la cabeza entre las rodillas y me quedé mirando la moqueta.
—Mátalo tú entonces —susurré sabiendo que podía oírme.
Quen se acercó dando tumbos hasta su mochila junto al agujero de la pared.