Sio es un cementerio de barro. Aquellos que han dado sus vidas por el emperador compiten por espacio con aquellos dispuestos a darla. Extra?os aviones norteamericanos de cola hendida descienden desde el sol cada día para asesinarlos con una terrible lluvia de fuego aéreo y las repugnantes explosiones de las bombas, así que duermen en tumbas abiertas y sólo salen de noche. Pero las fosas rebosan de aguas pestilentes que se agitan con formas de vida hostiles y, al ponerse el sol, la lluvia les golpea, haciendo penetrar en sus huesos el frío de las grandes altitudes. Hasta el último hombre de la 20 División sabe que no saldrá vivo de Nueva Guinea, así que sólo queda elegir la forma de morir: ?rendirse para ser torturados y luego masacrados por los australianos? ?Ponerse una granada en la cabeza? ?Quedarse donde están para ser asesinados por los aviones durante todo el día y durante toda la noche por la malaria, la disentería, el tifus, el hambre y la hipotermia? ?O recorrer a pie las doscientas millas que atraviesan monta?as y ríos desbordados para llegar hasta Madang, lo que es equivalente al suicidio incluso en tiempo de paz y disponiendo de comida y medicinas…?
Pero eso es lo que se les ordena hacer. El general Adachi Miela hasta Sio —en el primer avión amigo que han visto en semanas—, aterriza en el campo ponzo?oso que llaman pista de aterrizaje y ordena la evacuación. Deben trasladarse al interior en cuatro destacamentos. Regimiento a regimiento, entierran a los muertos, guardan lo que queda del equipo, amontonan la poca comida que les queda, esperan la oscuridad y emprenden el camino hacia las monta?as. Los segmentos posteriores pueden seguir el rastro por el olor, siguiendo la peste de la disentería y los cadáveres que los grupos de avance van arrojando como mendrugos de pan.
Los oficiales de mayor graduación se quedan atrás, y el pelotón de radio se queda con ellos; sin un potente emisor de radio, y la parafernalia criptográfica que lo acompa?a, un general no es un general, una división no es una división. Por fin, dejan de emitir y comienzan a desmontar el transmisor en piezas lo más peque?as posible, que por desgracia no son tan peque?as; un transmisor de división es una bestia potente, construida para enviar rayos a la ionosfera. Tiene un generador eléctrico, transformadores y otros componentes que no pueden fabricarse para que sean ligeros. Los hombres del pelotón de radio, a los que ya les resultaría difícil mover el peso de sus propios esqueletos más allá de las monta?as y los ríos tumultuosos, cargarán con el peso adicional de bloques de motor, tanques de combustible y transformadores.
Y el gran arcón de acero con todos los libros de claves. Esos libros pesaban como un muerto cuando estaban secos; ahora están mojados. Cargar con ellos va más allá de lo imaginable. El reglamento indica que hay que quemarlos.
Los hombres del pelotón de radio de la 20 División no se sienten en este momento demasiado inclinados hacia el humor, ni siquiera el ce?udo humor sardónico tan típico de los soldados. Si algo en este mundo es capaz de hacerles reír en esta situación es la idea de intentar montar una hoguera con libros de códigos húmedos, en un pantano y durante una tormenta. Podrían quizá quemarlos si usasen un montón de combustible de avión, más de que realmente tienen. Además, el incendio produciría una altísima torre de humo que atraería a los P—38 como el olor de la carne humana atrae a los mosquitos.
Quemarlos puede no ser necesario. Nueva Guinea es un torbellino aullador de podredumbre y destrucción; lo único que aguanta son las piedras y las avispas. Arrancan las tapas para devolver a casa una prueba de que han sido destruidos, luego meten los libros en el arcón y lo entierran en la orilla de un río especialmente vengativo.
No es una idea demasiado buena. Pero les han estado bombardeando intensamente. Incluso si la metralla no te da, la onda de choque de la bomba es como una pared de piedra que se mueve a seiscientas millas la hora. Al contrario que un muro de piedra, atraviesa tu cuerpo, como un destello de luz atraviesa una figurita de vidrio. Al recorrer tu carne, lo mueve todo hasta el nivel de las mitocondrias, alterando cada uno de los procesos en cada una de las células, incluyendo lo que sea que permite a tu cerebro llevar la cuenta del tiempo y experimentar el mundo. Unas pocas de esas detonaciones son suficientes para romper el hilo de conciencia en una mara?a de filamentos cortos y enrollados. Esos hombres no son tan humanos como cuando salieron de sus casas; no se puede esperar que piensen con claridad o que hagan las cosas por buenas razones. Meten barro en el arcón, no como procedimiento para deshacerse de él sino como una especie de ritual, para mostrar el respeto adecuado a su sedimento de extra?a información.
Luego se echan a los hombros la carga de hierro y arroz y comienzan a avanzar hacia la monta?a. Sus camaradas han dejado un sendero pisoteado que ya está regresando a la jungla. Las marcas del camino son cuerpos —ahora ya convertidos en campos de batalla apestosos— disputados por muchedumbres frenéticas de microbios, bichos, bestias y pájaros jamás catalogados por los científicos.
Huffduff