El Código Enigma

—Genial. —Randy coge el teléfono y marca el número de la habitación de John Cantrell. Al tratarse de un hotel nuevo y moderno, le responde un buzón de voz en el que John se ha molestado en grabar algo informativo.

 

—Le habla John Cantrell de Novus Ordo Seclorum y Epiphyte Corporation. Para aquellos que hayan llamado empleando mi número telefónico universal y por tanto no tienen ni idea de en dónde me encuentro, me alojo en el hotel Foote Mansión en el sultanado de Kinakuta; por favor, consulten un atlas de calidad. Son las cuatro de la tarde, jueves, 21 de marzo. Probablemente me encuentro en el Bomba y Arpeo.

 

El Bomba y Arpeo es el bar con tema pirata del hotel y no es tan cutre como suena. Está decorado (entre otros recuerdos que bien podrían estar en un museo) con varios ca?ones que parecen auténticos. John Cantrell está sentado en una esquina, con aspecto de encontrarse tan en casa como puede estarlo un hombre con sombrero de cowboy. Frente a él tiene el portátil abierto sobre la mesa junto a una bebida con ron que le han servido en una sopera. Una pajita de medio metro de largo la conecta con la boca de Cantrell. Sorbe y teclea. Observándole incrédulos hay un grupo de hombres de negocios chinos de aspecto feroz sentados en la barra; cuando ven que Randy entra, arrastrando su portátil, cuchichean. ??Ahora hay dos!?

 

Cantrell levanta la vista y sonríe, algo que no puede hacer sin parecer diabólico. El y Randy se dan la mano triunfantes. Aunque en realidad sólo han estado dando vueltas por ahí en aviones 747, se sienten como Stanley y Livingstone.

 

—Bonito bronceado —dice Cantrell maliciosamente, aunque sin bigote que retorcer. Randy, pillado con la guardia baja, comienza a hablar y se detiene dos veces, y al final agita la cabeza reconociendo la derrota. Los dos hombres ríen.

 

—El bronceado es de los barcos —dice Randy—, no por disfrutar de la piscina del hotel. Llevo dos semanas apagando fuegos por todas partes.

 

—Espero que nada que afecte al valor accionarial —dice Cantrell socarrón.

 

Randy dice:

 

—Tú pareces alentadoramente pálido.

 

—Todo está bien en mi parte —dice Cantrell—. Tal y como predije; un montón de Adeptos al Secreto quieren trabajar en un refugio de datos de verdad.

 

Randy pide una Guinness y dice:

 

—También predijiste que muchos de ellos resultarían ser escurridizos e indisciplinados.

 

—A esos no los contraté —responde Cantrell—. Y con Eb encargándose de las cosas raras, hemos podido superar los pocos obstáculos que nos hemos encontrado.

 

—?Has visto la Cripta?

 

Cantrell arquea una ceja y le dedica una imitación perfecta de la mirada paranoica.

 

—Es como ese bunker de la fuerza aérea de Colorado Springs —dice.

 

—?Sí! —Randy ríe—. Cheyenne Mountain.

 

—Es demasiado grande —anuncia Cantrell. Sabe que Randy está pensando justo lo mismo.

 

Por tanto, Randy decide jugar a ser el abogado del diablo.

 

—Pero el sultán lo hace todo a lo grande. Hay grandes retratos suyos en el gran aeropuerto.

 

Cantrell niega con la cabeza.

 

—El Ministerio de Información es un proyecto serio. El sultán no lo concibió. Fueron los tecnócratas.

 

—Por lo que sé, Avi le hizo un poco la pelota…

 

—Como sea. Pero la gente que está detrás, como Mohammed Pragasu, son todos del estilo de la escuela empresarial de Stanford. Graduados de Oxford y la Sorbona. Los alemanes han dise?ado hasta los topes de las puertas. La caverna no es un monumento al sultán.

 

—No, no es un proyecto vanidoso —admite Randy, pensando en la helada sala de máquinas que Tom Howard está construyendo a un millar de pies por debajo de'ese bosque de las nubes.

 

—Por tanto, debe haber alguna explicación racional a por qué es tan grande.

 

—?Podría estar en el plan de negocio? —aventura Randy.

 

Cantrell se encoge de hombros; él tampoco lo ha leído.

 

—El último que leí de principio a fin fue el Plan Uno. Hace un a?o —admite Randy.

 

—Era un buen plan de negocio —dice Cantrell [14]

 

Randy cambia de tema.

 

—He olvidado mi frase de paso. Necesito hacer esa cosa biométrica.

 

—Aquí hay demasiado ruido —responde Cantrell—, actúa escuchando tu voz, haciendo un Fourier y recordando unos números clave. Lo haremos más tarde en mi habitación.

 

Sintiendo la necesidad de explicar por qué no se ha mantenido al día con el correo, Randy dice:

 

—He estado totalmente obsesionado, relacionándome con los de AVCLA en Manila.

 

—Cierto. ?Cómo va eso?

 

—Mira. Mi trabajo es muy simple —dice Randy—. Tenemos ese enorme cable nipón desde Taiwán hasta Luzón. Un router en cada extremo. Luego está la red de cables cortos entre islas que los de AVCLA están tendiendo en Filipinas. Cada segmento de cable, como ya sabes. Se inicia y termina en un router. Mi trabajo consiste en programar los routers, asegurándome de que los datos tendrán siempre un camino libre desde Taiwán hasta Kinakuta.

 

Cantrell aparta la vista, temiendo que vaya a aburrirse. Randy prácticamente se lanza sobre la mesa, porque sabe que no tiene nada de aburrido.

 

—?John! ?Eres una importante compa?ía de tarjetas de crédito!

 

—Vale. —Cantrell lo mira a los ojos, ligeramente acobardado.

 

—Almacenas tus datos en el refusio de datos de Kinakuta. Precisas descargar un terabyte de datos cruciales. Inicias el proceso… tus datos cifrados pasan volando por Filipinas a un ritmo de un gigabyte por segundo, hasta Taiwán y de ahí a Estados Unidos. —Randy se detiene, traga Guinness, aumentando el dramatismo—. Entonces, un ferry zozobra al salir de Cebú.

 

—?Y?

 

—Y en menos de. diez minutos, cien mil filipinos levantan el teléfono simultáneamente.

 

Cantrell llega al punto de darse un golpe en la frente.

 

—?Oh, Dios mío!

 

—?Ahora lo comprendes! He estado configurando esta red de forma que pase lo que pase los datos sigan fluyendo a la compa?ía de tarjetas de crédito. Quizás a velocidad reducida… pero fluyen.

 

—Bien, comprendo que eso te mantenga ocupado.

 

Neal Stephenson's books