Me quedé helada, sin poder creer lo que estaba oyendo. ?Lo que soy? ?Debía estarle agradecida porque no se lo hubiera contado a nadie? Si le hubiera revelado a alguien lo que era, habría tenido que explicar cómo me volví así, lo que hubiera provocado que lo quemaran en la hoguera junto a mí.
Ajeno a mis pensamientos, Jenks observaba a su hijo con una sonrisa.
—?Ya está, Jerrimatt! —exclamó afectuosamente dándole un empujoncito a su peque?o y cubriendo la mesa de un montón de chispas brillantes—. Y si, por casualidad, las manoplas de Jack acabaran llenas de pegamento, no tendré ni la más remota idea de quién es el culpable.
Las minúsculas alas del pixie se desplegaron poniéndose en movimiento y una nube de polvo dorado los envolvió a ambos.
—Gracias, papá —dijo Jerrimatt mientras en sus ojos, húmedos por las lágrimas, asomaba un familiar destello perverso.
Jenks contempló cómo su hijo se alejaba con una expresión de ternura. Rex también lo observaba, agitando la cola. Girándose hacia mí, Jenks se dio cuenta de que estaba de un humor de perros. Conque Trent se ha callado lo que soy, ?eh?
—Me refería —reculó el pixie— a lo que te hizo el padre de Trent.
Algo más calmada, bajé los pies de la mesa y los puse en el suelo.
—Vale, no importa —farfullé frotándome la mu?eca y la marca demoníaca que había en ella. Tenía otra en el pie, ya que Al todavía no me la había quitado a cambio de su nombre de invocación, para disfrutar del hecho de que le debiera dos marcas. Vivía con la inquietud de que alguien me encerrara en un círculo demoníaco, pero nadie había intentando invocar a Al. De momento.
Las marcas demoníacas eran algo difícil de explicar, y más gente de la que me hubiera gustado sabía a qué se debían. Eran los vencedores los que escribían los libros de historia, y yo no estaba venciendo. Pero, al menos, no tenía que vivir en siempre jamás representando el papel de mu?eca hinchable de un demonio. No, tan solo tenía que hacerle de discípula.
Reclinando la cabeza hacia atrás y contemplando el techo grité:
—?Ivy! ?Está listo el café?
Rex salió disparada de debajo de la mesa de billar al oír mi voz, y al escuchar la respuesta afirmativa de Ivy, apagué el estéreo y me puse en pie tambaleándome. Jenks se fue a ayudar a Matalina a disolver una pelea por la purpurina, y yo me adentré en el largo pasillo que dividía en dos la parte trasera de la iglesia. En aquel momento, pasé por delante de lo que habían sido los servicios de se?oras y caballeros, y que se habían convertido en el opulento cuarto de ba?o de Ivy, y mi aseo, mucho más espartano, que también albergaba la lavadora y la secadora. A continuación se encontraban nuestros respectivos dormitorios que, en mi opinión, en su momento debieron albergar los despachos parroquiales. Aunque el oscuro pasillo no cambiaba, al adentrarme en la parte no consagrada de la iglesia, que había sido a?adida posteriormente, tuve la sensación de que el aire era distinto. Era allí donde se encontraban la sala de estar privada y la cocina. Si esta hubiera estado consagrada, habría dormido allí.
En pocas palabras, adoraba mi cocina. Ivy la había remodelado antes de que yo me mudara, y era la mejor estancia del edificio. A través de la ventana situada sobre el fregadero, que estaba cubierta por unas cortinas de color azul, se veía el jardín en el que cultivaba las plantas para preparar los hechizos. Más allá se encontraba el cementerio, lo que, en un principio, me había incomodado, pero después de un a?o pasando el cortacésped, les había cogido cari?o a las lápidas deterioradas por el tiempo y a los nombres olvidados.
En el interior, predominaban los relucientes muebles de acero inoxidable y la radiante luz de los fluorescentes. Había dos hornillos, uno de gas y otro eléctrico, de manera que no tenía que preparar los encantamientos y la comida en la misma superficie. Las encimeras eran muy extensas, y cuando elaboraba los hechizos, tenía que usarlas en toda su extensión, lo que sucedía muy a menudo, pues los embrujos que usaba podían salir muy caros, a menos que los preparara yo misma. En ese caso, resultaban muy económicos.
En el centro había una isla rodeada por un círculo grabado sobre el linóleo. Anteriormente guardaba allí mis libros de hechizos, en los estantes abiertos de debajo, hasta que Al quemó uno de ellos por despecho y decidí llevármelos al campanario. La encimera central era un lugar seguro para preparar encantamientos, a pesar de que no estuviera consagrada.
Apoyada contra la pared posterior había una mesa de madera rústica. Ivy estaba sentada en la esquina más lejana, cerca del pasaje abovedado que conducía al vestíbulo, con su ordenador, su impresora, y un montón de papeles cuidadosamente clasificados. Cuando nos instalamos en la iglesia, podía disponer de la mitad de ella, pero en aquel momento podía darme por satisfecha si me dejaba una esquina para poder comer. En consecuencia, me había apropiado del resto de la cocina.
Ivy levantó la vista del teclado y dejé el bolso sobre el correo del día anterior, que todavía no habíamos abierto, y me derrumbé en mi silla.