Las luces traseras del vehículo de Alex se iluminaron al acercarse a la se?al de stop que había al fondo de la calle y me di media vuelta. La iglesia en la que convivía con Ivy y Jenks estaba toda iluminada y en calma, y los colores que salían a través de las vidrieras recaían sobre la nieve intacta creando unos maravillosos remolinos. Examiné la parte inferior del tejado para ver si divisaba a Bis, la gárgola que se había instalado en la cornisa, pero no había nada entre las peque?as vaharadas blancas que salían de mi boca. La iglesia estaba muy bonita con la decoración navide?a y del solsticio, repleta de brillantes guirnaldas y alegres lazos, y sonreí, feliz por vivir en un lugar tan especial.
En oto?o, Jenks había arreglado por fin los focos que iluminaban el campanario, lo cual contribuía a tal belleza. Hacía a?os que el edificio no se utilizaba como templo, pero estaba santificado, otra vez. En un principio Ivy había elegido una iglesia como sede para nuestra empresa de cazarrecompensas para hacer rabiar a su madre no muerta y, a pesar de que alguna vez había surgido la ocasión, nunca nos habíamos trasladado a un local comercial. Me sentía segura en aquel lugar. Y también Ivy. Y Jenks necesitaba el jardín posterior para alimentar a sus casi cuatro docenas de hijos.
—?Date prisa, Rachel! —se quejó Jenks desde debajo de mi sombrero—. Me cuelgan carámbanos.
Esbozando una sonrisa burlona, seguí a Ivy por el camino de acceso en dirección a los desgastados escalones de la parte delantera. Jenks tampoco había abierto la boca en todo el viaje y casi deseé escuchar qué pasaba el noveno día de Navidad con tal de no verme obligada a ocuparme yo sola de dar conversación a Alex. No conseguía descifrar si mis compa?eros, especialmente Ivy, habían estado pensando o solo era que estaban cabreados.
Tal vez pensaba que la había puesto en evidencia al descubrir que los Tilson eran unos impostores antes que ella. O quizás estaba disgustada porque le había pedido que se acercara a echar un vistazo al barco de Kisten. Ella también lo quería. Su amor por él era más profundo que el mío, y desde hacía más tiempo. Había pensado que estaría deseosa ante la posibilidad de encontrar al vampiro que lo había asesinado y que había intentado convertirme en su juguetito.
Ivy se detuvo en los escalones cubiertos de sal, y levanté la cabeza cuando la oí soltar una palabrota en voz baja. Me detuve y dirigí la mirada hacia donde apuntaban sus ojos, el rótulo comercial.
—?Serán desgraciados! —mascullé al ver la pintada ?Bruja negra? cuya última letra chorreaba por toda la placa de latón hasta gotear sobre las puertas de roble macizo.
—?Qué pasa? —gritó Jenks, que no podía ver nada, dándome un tirón de pelo.
—Alguien ha estado redecorando el rótulo —explicó Ivy en tono insulso, aunque era evidente que estaba furiosa—. Tendremos que empezar a dejar algunas luces encendidas —dijo entre dientes, tirando de la puerta con fuerza.
—?Luces? —exclamé—. ?Pero si ya tenemos más luces que… una iglesia!
Ivy ya estaba en el interior, y permanecí allí de pie, con los brazos en jarras, cabreándome cada vez más. Era un ataque contra mí, y me llegó a lo más hondo después de la insinuación de animadversión en la escena del crimen. Hijo de puta.
—?Bis! —grité alzando la vista y preguntándome dónde se habría metido nuestro peque?o amigo—. ?Estás ahí?
—Rachel —dijo Jenks tirándome una vez más del pelo—. Quiero ver si Matalina y los ni?os están bien.
—?Sí, claro! ?Lo siento! —farfullé.
Ajustándome el abrigo, entré en la iglesia y cerré de un portazo. Enfadada, bajé la tranca de un golpe, aunque técnicamente estábamos abiertos hasta media noche. Sentí que se alzaba levemente mi gorro, y Jenks salió disparado hacia el santuario. Me lo quité despacio y lo colgué en el perchero, y mi estado de ánimo se relajó al oír un agudo coro de ?holas? proveniente de sus hijos. La última vez había tardado cuatro horas en raspar la pintura. ?Dónde demonios estaba Bis? Esperaba de todo corazón que no le hubiera pasado nada.
Quizás debería hechizar el letrero, pensé, pero no creía que existiera un conjuro capaz de hacer que el metal se volviese impermeable a la pintura. También podía colocar una maldición que le provocara acné a quien la tocara, pero sería ilegal. Y ?maldita sea!, a pesar de lo que dijera la pintada, yo no era una bruja negra.
El calor de la iglesia penetró en mí y colgué el abrigo en una percha. Más allá del oscuro vestíbulo sin ventanas, al fondo del santuario, se encontraba mi escritorio, donde solía estar el altar, que en aquel momento servía como residencia invernal para Jenks y su familia y cuya tapa corrediza estaba cubierta de plantas. Era más seguro que hibernar en el tocón del jardín trasero, y dado que yo nunca lo usaba, tan solo tenía que soportar la indignidad de encontrarme a un montón de chicas pixie jugando con mi maquillaje o usando los pelos de mi cepillo para construir hamacas.