Bruja blanca, magia negra

Frente a mi escritorio había un grupo informal de muebles alrededor de una mesa de centro. También había una televisión y una cadena de música, pero era más un lugar para entrevistar clientes que una verdadera sala de estar. Nuestros clientes no vivos tenían que entrar por la parte trasera y la parte no santificada de la iglesia hasta nuestra sala de estar privada. Allí se encontraba el árbol de Navidad de Ivy, con solo un regalo debajo. Después de destrozar el abrigo de David mientras intentaba seguir la pista a Tom, había tenido que comprarle uno nuevo. En aquel momento se encontraba en las Bahamas con las chicas, asistiendo a un seminario sobre seguros.

 

En una de las esquinas delanteras de la iglesia estaba el piano de media cola de Ivy, que no se veía desde donde estaba, y justo enfrente, una esterilla que utilizaba cuando Ivy había salido. Ella iba al gimnasio para mantener su figura o, al menos, eso es lo que decía cuando salía de casa nerviosa y regresaba relajada y satisfecha. Justo en medio de todo ello, se situaba la maltrecha mesa de billar de Kisten, que habíamos rescatado de la cuneta en vista de que no podíamos tenerlo a él.

 

Mientras me quitaba las botas y las dejaba debajo del abrigo, mi estado de ánimo pasó lentamente del enfado a la melancolía. Una buena parte de los hijos de Jenks estaba sobre las vigas cantando villancicos, y no era fácil seguir disgustada con su etérea melodía a tres voces mezclada con el olor a café.

 

Café, pensé dejándome caer en el sofá y apuntando hacia el equipo de música con el mando a distancia. La música de Crystal Method, rápida y agresiva, inundó el ambiente y, tras arrojar el mando sobre la mesa, subí los pies para apartarlos de la corriente. El café ayudaría a mejorar las cosas pero, probablemente, faltaban al menos cinco minutos para que estuviera listo. Después del viaje api?ados en el coche patrulla, Ivy necesitaba un poco de espacio.

 

En aquel momento Jenks descendió hasta el elaborado centro de mesa que había traído una noche el padre de Ivy. Era todo destellos dorados, pero el pixie, que se había posado en uno de los bucles de madera pintada, quedaba muy propio. Lo acompa?aba uno de sus hijos peque?os, que tenía las alas pegadas con pegamento y que lloraba desconsoladamente.

 

—No dejes que te afecte, Rachel —dijo Jenks dejando escapar un poco de polvo y rociando el pliegue que formaban las alas de su hijo—. Ma?ana te ayudaré a retirar la pintura.

 

—No hace falta. Ya lo haré yo —respondí asqueada por la idea de que, quienquiera que lo hubiera hecho, podría pasar con su coche y verme encaramada a la escalera con el culo en pompa. Era un todo detalle por parte de Jenks ofrecerse a ayudarme, pero hacía demasiado frío—. Y no me afecta —me quejé.

 

En ese momento reparé en los minúsculos copos de nieve de papel recortado que decoraban las ventanas. Ahora entiendo lo del pegamento. Tenían el tama?o de la u?a de mi dedo me?ique, y eran la cosa más mona que había visto en mi vida.

 

—Nadie valora las cosas buenas que hago —dije mientras el hijo de Jenks se retorcía bajo la atenta mirada de su padre—. ?Qué importancia tiene que invoque a un demonio si, al final, todo acaba bien? Me refiero al hecho de que tú mismo digas que Cincinnati no es mejor sin Piscary. Rynn Cormel es mucho mejor como jefe del crimen organizado que él. Y a Ivy también le gusta.

 

—Tienes razón —admitió el pixie despegando cuidadosamente las alas de su hijo. Detrás de él, Rex, la gata de Jenks, asomaba la cabeza desde el oscuro vestíbulo, adonde llegaba desde el campanario atraída por la voz de su diminuto due?o. Hacía solo una semana que Jenks había instalado una portezuela en la escalera que conducía al campanario, cansado de pedir continuamente que alguien le abriera la puerta al animal. Al minino le encantaba el campanario con sus altas ventanas, y también facilitaba el acceso a Bis, aunque la gárgola, que tenía el mismo tama?o de un felino, tampoco es que entrara mucho.

 

—Y luego está Trent —a?adí sin quitarle ojo a Rex, pues Jenks estaba preocupado por que su peque?o no pudiera salir volando—. Cuando el estúpido millonario e hijo predilecto de la ciudad se quedó atrapado en siempre jamás, ?a quién le tocó negociar con los demonios para salvar su maldito culo?

 

—?A la misma persona que lo llevó hasta allí? —preguntó Jenks, provocando que lo mirara con los ojos llenos de rencor—. ?Eh, gatita, gatita! ?Cómo está mi querida bola de pelusas? —canturreó.

 

A mí me pareció demasiado arriesgado, pero, al fin y al cabo, era su gata.

 

—Fue idea de Trent —dije dando golpecitos en el suelo con el pie—. Y ahora soy yo la que tiene que ir a siempre jamás cada dos por tres para pagar su rescate. ?Y crees que alguna vez me han dado las gracias por ello? No. Lo único que he conseguido es que me llenen la puerta de casa de pintadas.

 

—Has conseguido recuperar tu vida —dijo Jenks—, y que Al dejara de perseguirte para acabar contigo. Conseguiste un acuerdo en siempre jamás según el cual, si un demonio decide meterse contigo, tendrá que vérselas primero con Al. Y, por último, has conseguido que Trent no le cuente a nadie lo que eres. Podría haberte destruido allí mismo. Si hubiera querido, no te habrías encontrado unas pintadas en tu puerta, sino una hoguera con un poste en el jardín delantero, contigo atada.