Dejando a los pixies armando jaleo en la parte delantera del santuario, me dirigí a la parte trasera de la iglesia, sin molestarme siquiera en encender las luces, y deslicé la caja sobre la isla central. En una esquina brillaban las lucecitas del frigorífico de mamá. Tenía un dispensador de hielo en la puerta e Ivy y yo nos emocionamos cuando nos lo dio. Los hijos de Jenks habían tardado seis segundos en descubrir que si apretaban la palanca a la vez, conseguían un cubito que después usaban como tabla de surf para deslizarse por el suelo de la cocina. Sonriendo por el recuerdo, dejé la caja y regresé a mi habitación. Ya la vaciaría en otro momento.
En toda la parte posterior de la iglesia la temperatura era más baja de lo normal, algo que no se podía achacar exclusivamente a que fuera bastante tarde. Ivy tenía parte de culpa, pero la razón principal era que junto a la mitad del ático de mi madre, habíamos heredado también su calefactor. El peque?o electrodoméstico estaba funcionando a todo volumen en la parte delantera y los pixies disfrutaban de una plácida noche veraniega en pleno mes de enero, pero, dado que el termostato para toda la iglesia se encontraba en el santuario, la calefacción no se había encendido desde hacía varias horas. Apenas te alejabas unos metros del calefactor, la temperatura descendía considerablemente, lo que provocaba que mi piel, todavía debilitada, sufriera continuos escalofríos. Me hubiera venido de perlas un café, pero desde que había probado aquel latte de nosequé con frambuesa, ya no había vuelto a ser lo mismo.
Absorta en el recuerdo de la canela y la frambuesa, regresé a mi habitación y, tras retirar la cinta adhesiva de la caja siguiente, encontré música que ni siquiera recordaba tener. Complacida, la empujé hasta el pasillo para echarle un vistazo más tarde, con Ivy.
Ivy, que parecía llevarlo todo bastante bien, después del crepúsculo me había cogido prestado el Buick de mi madre para ir a hablar con Rynn Cormel. No esperaba que volviera hasta después del amanecer. La semana anterior le había contado lo de la guarida bajo tierra, y cómo Denon había sido el gul de Art, cuya misión era la de observarla hasta que dejara la SI, y lo de que Art había muerto. Esperaba de corazón que no le hubiera relatado la manera en que su aura me había protegido mientras tiraba de una línea con tanta fuerza que derritió la piedra, pero habría apostado cualquier cosa a que lo había hecho. No es que estuviera avergonzada ni nada de eso, pero no había necesidad de que el maestro vampírico de la ciudad estuviera al tanto de ciertas habilidades.
?Que si me había sorprendido que su aura pudiera blindar mi aura? Jamás había oído nada semejante, y ni la búsqueda en internet ni la consulta de mis libros dio ningún resultado, pero después de que nuestras auras se hubieran superpuesto la última vez que me había mordido… no estaba sorprendida, estaba asustada. Aquello abría una puerta a la posibilidad de encontrar la manera de unir de nuevo su cuerpo, su mente y su alma, una vez hubiera muerto. Aunque todavía no conseguía entender cómo hacerlo. La segunda vez que había muerto Kisten tenía alma. De eso estaba completamente convencida. Lo que no sabía es si se debía a mí y al amor que nos profesábamos, al hecho de que el intervalo de tiempo entre sus dos muertes hubiera sido tan corto, o si era algo completamente diferente. No merecía la pena arriesgar el alma de Ivy para averiguarlo. La sola idea de que pudiera morir me aterrorizaba.
Una tercera caja, en la que no había nada escrito, resultó contener más peluches, y yo me senté sobre mis talones para tomar uno. Mi sonrisa se tornó triste mientras acariciaba las crines del unicornio. Aquel era especial. Había gozado de un lugar privilegiado en mi tocador durante la mayor parte de mi adolescencia.
—Tal vez me quede contigo, Jasmine —susurré.
De repente me erguí, sintiendo un subidón de adrenalina.
?Jasmine! ?Era así como se llamaba!, pensé, alborozada. Aquel era el nombre de la ni?a morena con la que había hecho amistad en el campamento ?Pide un deseo?, que regentaba el padre de Trent.
—Jasmine —repetí quedamente, abrazando emocionada el peluche y sonriendo con amarga felicidad. El peque?o juguete me transmitía una tenue sensación de calidez y recordé que, cuando era más joven, abarcaba un área mucho mayor. Feliz, extendí los brazos para colocarla junto a la jirafa de mi tocador. Jamás volvería a olvidarme.
?Bienvenida a casa, Jasmine —dije en un susurro. Trent tenía tantas ganas como yo de recordar su nombre, pues había estado colado por ella y no tenía nada que se la recordase. Tal vez, si le decía cómo se llamaba, podría consultar los archivos de su padre y decirme si había sobrevivido.
Tengo que intentar reparar esa valla, pensé, revolviendo la caja en busca de un juguete que no estuviera relacionado con un nombre o una cara para poder llevárselo a Ford y a Holly. Sabía que el psiquiatra agradecería que le diera algo para distraer a la peque?a banshee y ayudarla a socializarse. La última vez que les había llamado me había dicho que les iba genial, aunque Edden no estaba muy contento de que Ford se tomara alguna que otra baja por enfermedad o que hubiera instalado una peque?a guardería en un rincón de su despacho. Por no hablar de la trona que había aparcado en el servicio de caballeros.