Bruja blanca, magia negra

—?Mierda, Rachel! —me reprochó mientras yo me esforzaba por no vomitar—. Parece que te hayas tirado varios días tostándote al sol.

 

—Ha merecido la pena —susurré. Tenía los labios cortados, y al tocarme los párpados, sentí que estaban achicharrados. La pared seguía brillando cuando Edden se puso en marcha. Una tela de ara?a negra se iba grabando a través de la puerta, haciendo que la roca adquiriera un color plateado conforme se enfriaba. Era la maldición que yo había pronunciado, iluminándose lentamente sus estrías al disminuir la temperatura. La puerta se fundió y mi marca haría desistir a quienquiera que considerara la posibilidad de forzarla. Y no es que pensara que pudiera quedar nadie al otro lado…

 

Con mucho dolor, contuve la respiración cuando Edden estuvo a punto de tropezarse y me raspé mi delicada piel. Ivy me tocó el brazo como si necesitara asegurarse de que me encontraba bien.

 

—?Eso era una línea luminosa? —preguntó, dubitativa—. Has hecho eso canalizando la energía de una línea, ?verdad?

 

Me dolía el pecho, y confié en que no me hubiera da?ado los pulmones.

 

—Sí —respondí quedamente—. Gracias por amortiguar el impacto.

 

—?Siempre has tenido esa capacidad? —inquirió entonces, casi en un susurro.

 

Estuve a punto de asentir con la cabeza, pero lo pensé mejor cuando sentí que la piel me tiraba.

 

—Sí.

 

El recuerdo del símbolo de magia negra grabado en la puerta se materializó en mi mente. De manera que se trataba de una maldición. Bueno, ?y qué? Es posible que fuera una bruja negra, pero honesta, en cualquier caso.

 

Lentamente, Edden me llevó de vuelta a la superficie, en silencio excepto por el ruido de su respiración. Todos los que sabían que Kisten había muerto para favorecer una agenda política estaban muertos o en aquel pasillo. Mi amor sería recordado por sacrificar su vida para salvar la mía y la de Ivy. Esa era la razón de su muerte, no el capricho de nadie. Así era Kisten. O lo había sido.

 

Y nadie, nunca, podría decir lo contrario.

 

 

 

 

 

34.

 

 

A pesar de que por aquel entonces mi madre se encontraba ya a cientos de kilómetros de allí, mi habitación todavía olía a su perfume de lavanda, que emanaba de las cajas apiladas y cubiertas de polvo que Robbie había dejado junto a mi cama. Había sido todo un detalle por su parte traerlas hasta allí mientas mamá me ense?aba el folleto del apartamento que la esperaba en Portland.

 

Me arrodillé, agarré la primera caja y, tras leer mi caligrafía adolescente, la dejé a un lado para llevársela más tarde a los ni?os del hospital. La furgoneta de la mudanza había acudido a casa de mi madre el día anterior, y estaba harta de bolitas de porexpan y plástico de burbujas, deprimida como me encontraba por todas las veces que había tenido que decir adiós. Mamá y Robbie habían terminado de traerme mis cosas a primera hora de la tarde, despertándome y llevándome a un bar de mala muerte a tomar un desayuno de despedida ya que, según Robbie, su cocina debía de encontrarse ya a la altura de Kansas. Supuse que la razón por la que nos habían atendido tan mal era mi exclusión, pero no era fácil saberlo a menos que la camarera te escribiera ?bruja negra? en la parte inferior de la servilleta. De todos modos, no importaba. Tampoco teníamos prisa, aunque había que reconocer que el café parecía agua de fregona.

 

Robbie había estado de buen humor porque había corrido con los gastos de la furgoneta de la mudanza, mamá había estado de buen humor porque finalmente tenía algo de emoción en su vida, y yo estaba de mal humor porque no habría tenido que marcharse si no fuera porque me habían excluido. No importaba que mi madre llevara buscando apartamento desde que volvió de visitar a Takata. Se mudaba por mi culpa. Seguramente, a aquellas alturas, Robbie y ella ya habían aterrizado y lo único que quedaba de ellos en Cincinnati eran seis cajas, su frigorífico nuevo, que en ese momento estaba en mi cocina, y su viejo Buick, que estaba aparcado delante de mi casa.

 

Dejándome llevar por la melancolía, le quité la cinta adhesiva a una vieja caja y, tras echar un vistazo al interior, descubrí que se trataba de los utensilios de líneas luminosas de mi padre. Emitiendo un sonido de satisfacción, me puse en pie, me apoyé la caja en la cadera y me la llevé a la cocina.