Bruja blanca, magia negra

—?Te gustaría que nos pasáramos por una tienda de hechizos? —pregunté a Jenks—. Tal vez tengan semillas de helecho.

 

—?Y tanto! —exclamó Jenks con tanto entusiasmo que sentí un pellizco de culpa. Era tan fastidiosamente independiente que nunca se le habría ocurrido pedirnos que lo lleváramos de compras—. Si no tienen, me llevaré un poco de tanaceto —a?adió acariciándome el cuello con las alas—. A Matalina le encanta la infusión de tanaceto. Le ayuda a conservar la movilidad de las alas.

 

Me dirigí a la peque?a puerta delantera, recordando a su renqueante esposa. El pobre Jenks tenía el corazón roto y no había nada que pudiera hacer por él. Ni siquiera tomarle de la mano. ?Llevarlo a una tienda de hechizos era lo mejor que podía ofrecerle? No era suficiente. Ni muchísimo menos.

 

—Ya casi hemos llegado —dije y, tras soltarme una serie de improperios por mi preocupación, tiré de la puerta de cristal y entré.

 

Apenas escuché el tintineo de la campana y percibí el olor a café con canela, me relajé. El zumbido del detector de hechizos consistía en una suave alarma que reaccionaba a mi amuleto detector de hechizos malignos. Me quité el sombrero y Jenks voló desde mi bufanda hasta un estante cercano y estiró sus alas.

 

—?Qué sitio tan agradable! —dijo, y yo sonreí cuando echó a perder su imagen de tipo duro al quedarse de pie sobre un montón de pétalos de rosa y utilizar la palabra ?agradable?.

 

Me desenrollé la bufanda y me quité las gafas de sol, recorriendo los estantes con la mirada. Me gustaban las tiendas de hechizos terrestres, y aquella era una de las mejores, y estaba situada en pleno centro de Cincinnati. Había estado allí varias veces, y la dependienta me había parecido muy servicial y la selección más que adecuada; con alguna que otra sorpresa y algún que otro artículo especialmente caro que no tenía en mi jardín. Yo prefería comprar en la tienda en lugar de solicitar que me lo enviaran por correo. Con un poco de suerte, encontraría el crisol rojo y blanco de piedra. Fruncí el ce?o por la preocupación al pensar en Pierce con Al, pero no podía hacer el hechizo mientras estuviera atrapado en siempre jamás.

 

?O sí?, pensé de repente, deteniendo los dedos que, hasta ese momento, se deslizaban por un expositor de semillas para cultivar. Hubiera apostado cualquier cosa a que Al todavía no le había dado un cuerpo a Pierce, para evitar que pudiera interceptar una línea y se volviera más peligroso de lo que ya era. Si seguía siendo un fantasma, tal vez el hechizo podría traerlo desde siempre jamás del mismo modo que lo había hecho del más allá. Al fin y al cabo, ?qué diferencia había entre uno y otro? Y si lo hacía, Al vendría a mí.

 

En mi rostro se dibujó una sonrisa y el entusiasmo me invadió. Había encontrado el modo de que Al me respetara. Si le arrebataba a Pierce, Al vendría a buscarme. Estaría en una posición aventajada, ya fuera real o fingida. Faltaban poco más de veinticuatro horas para la última noche del a?o. Lo único que necesitaba era la receta para asegurarme de que lo realizaba correctamente. ?Ni siquiera tendría que interceptar una maldita línea!

 

Emocionada, me volví hacia la puerta. Necesitaba aquel libro. Robbie. De pronto deseé estar en otro lugar y me puse a caminar de un lado a otro nerviosamente. Vería a Robbie aquella misma noche, y no me marcharía hasta conseguir el libro y todo lo que venía con él.

 

Jenks rodeó a toda velocidad un expositor, a punto de chocarse conmigo. Despedía un brillo de color cobrizo y supuse que había encontrado algo. Detrás de él, la mujer, junto a la caja registradora, alzó la vista del periódico y, atusando un mechón de sus lisos cabellos te?idos de lila, se quedó mirando las chispas de Jenks.

 

—Si necesita ayuda, dígamelo —dijo, y yo me pregunté si su pelo sería realmente de un liso tan envidiable o si se trataba de un hechizo.

 

—Gracias, lo haré —dije extendiendo la mano para que Jenks aterrizara encima. Volaba de un lado a otro como un ni?o con zapatos nuevos. Debía de haber encontrado algo que, en su opinión, podía ayudar a Matalina.

 

—Ven un momento —dijo saliendo disparado por el lugar por el que había venido.

 

Sonriendo a la mujer de detrás de la caja, seguí el rastro de chispas doradas que iba dejando Jenks. Mis botas golpetearon sobre los oscuros tablones de madera mientras pasaba por delante de los estantes de hierbas y lo encontraba entre un montón de maleza de desagradable aspecto, colgado en la esquina junto a unas enmara?adas ramas de Hamamelis.

 

—Esta —decidió, se?alando una pelada y mugrienta ramita de color gris.

 

Lo miré a él y luego al tanaceto. Justo al lado había un manojo mucho más lustroso.

 

—?No prefieres este? —pregunté, tocándolo.

 

Jenks zumbó con aspereza.

 

—Es de invernadero. El silvestre es mucho más potente.