Keasley se levantó con un gru?ido.
—Te traeré un amuleto para el dolor —dijo mientras salía al pasillo arrastrando los pies—. ?Te importa si hago un poco de café? Me voy a quedar hasta que vuelva tu compa?era de piso.
—Que sean dos amuletos —dije sin saber muy bien si iban a servir para el dolor de cabeza. Los amuletos para el dolor funcionaban solo con el dolor físico y yo tenía la sensación de que aquello era más bien un eco que había quedado de la canalización de toda aquella fuerza de una línea luminosa. ?Era eso lo que le había hecho a Nick? No era de extra?ar que se hubiera largado.
Entrecerré los ojos cuando se encendió la luz de la cocina y unos cuantos rayos se colaron en mi habitación. Ceri me observó con atención y yo asentí para decirle que estaba bien. Me dio unos golpecitos en la mano por encima de la colcha.
—Un poco de té te sentará mejor que el café —murmuró. Sus solemnes ojos verdes recayeron sobre Jenks—. ?Quieres quedarte con ella?
—Sí. —Sus alas se movieron con un destello—. Hacer de ni?era de Rachel es una de las tres cosas que mejor se me dan.
Le lancé una mirada de desprecio y Ceri dudó un instante.
—Enseguida vuelvo —dijo mientras se levantaba para irse con el suave sonido de los pies descalzos sobre la madera.
Nos llegaba de la cocina el agradable ritmo de la conversación de Ceri y Keasley y me subí con torpeza la manta hasta los hombros. Me dolían todos los músculos, como si hubiera tenido fiebre. Tenía los pies fríos en los calcetines calados de agua y seguramente estaba dejando una mancha mojada en la cama por culpa de la ropa empapada por la nieve. Deprimida, posé los ojos en Jenks, que seguía apoyado en el poste de la cama, a mis pies.
—Gracias por intentar ayudar —le dije—. ?Estás seguro de que estás bien? Arrancó la puerta entera.
—Debería haber sido más rápido con ese amuleto. —Sus alas se volvieron de un azul sombrío.
Me encogí de hombros y de inmediato pensé que ojalá no lo hubiera hecho, porque el hombro me empezó a palpitar otra vez. ?Dónde estaba Keasley con mis amuletos?
—Puede que ni siquiera funcionen con demonios.
Jenks se acercó revoloteando y se posó en el bulto que hacía mi rodilla.
—Maldita sea, Rache. Estás hecha una mierda.
—Hombre, gracias.
Un olor celestial a café empezó a mezclarse con el olor a cerrado de la calefacción. Una sombra eclipsó la luz del pasillo y me giré con un gemido para mirar a Ceri.
—Cómete esto mientras se te hace el té —dijo y dejó un plato con tres de las galletas de Ivy.
Arrugué los labios.
—?Tengo que comérmelas? —me quejé—. ?Dónde está mi amuleto?
—??Dónde está mi amuleto?? —me imitó Jenks con un tono falsete agudo—. Dios, Rachel. Aguanta un poco.
—Cállate —murmuré—. Prueba tú a canalizar la línea luminosa de un demonio, a ver si sobrevives. Apuesto a que explotas en medio de un destello de polvo de pixie, peque?o imbécil.
él se echó a reír y Ceri nos miró con el ce?o fruncido, como si fuéramos críos.
—Lo tengo aquí —dijo y se inclinó hacia delante para poder pasarme el cordel por la cabeza. Un alivio maravilloso me empapó y me relajó los músculos (Keasley debía de haberlo invocado para mí) pero el dolor de cabeza siguió allí, y mucho peor, al no haber nada que me distrajera de él.
—Lo siento —dijo Ceri—. Va a llevarte todo un día. —Cuando no le contesté, se volvió hacia la puerta y a?adió—: Voy a buscarte el té. —Salió y el sonido de unas pisadas me hizo levantar los ojos—. Disculpe —murmuró Ceri con los ojos en el suelo, había estado a punto de chocar con David. El hombre lobo se colocaba el cuello del abrigo, parecía cansado y algo más viejo. Tenía la barba más cerrada y lo envolvía el denso olor del árnica montana—. ?Le apetece un poco de té? —dijo y yo alcé las cejas, la habitual seguridad en sí misma de Ceri se había transformado en una dulce expresión reverencial.
David negó con la cabeza y aceptó el porte sumiso de Ceri con una elegancia que lo hizo parecer hasta noble. Con la cabeza todavía baja, mi amiga pasó junto a él y entro en la cocina. Jenks y yo intercambiamos una mirada perpleja; David entro y dejó la mochila en el suelo. Saludó a Jenks con la cabeza, apartó la silla de la cocina y se sentó, después se recostó con los brazos cruzados y me miró con expresión especulativa, con el sombrero vaquero casi calado hasta los ojos.
—?Quieres contarme de qué iba todo eso antes de que me vaya? —dijo—. Estoy empezando a pensar que hay una buena razón para que nadie quiera asegurarte.
Puse cara de vergüenza y cogí una galleta.
—?Te acuerdas de ese demonio que testificó para meter a Piscary entre rejas? —David abrió unos ojos como platos—. ?La madre que me parió!
Jenks se echó a reír y su voz tintineó como un móvil de campanillas.