No pude evitar sonreír a mi vez.
—Sí, con El alud ambarino realmente se ganó a pulso el Premio Nacional de Literatura austríaco. ?Y qué te parece Takoshi Mahuro?
—Bueno, su obra de juventud está bien, pero encuentro un poco fastidiosa esa continua regresión a sus traumas infantiles —dijo Gideon—. De la literatura japonesa prefiero a Yamamoto Kawasaki o a Haruki Murakami.
Esta vez se me escapó una risita.
—?Pero Murakami existe de verdad!
—Lo sé —dijo Gideon—. Charlotte me regaló un libro suyo. La próxima vez que hablemos de libros le recomendaré Nieve de amatista. De... ?cómo se llamaba?
—Rudolf Pitt.
?Charlotte le había regalado un libro? Qué —hum...— amable de su parte.
No se le hubiera ocurrido algo así a cualquiera. ?Y qué debían de hacer juntos, aparte de hablar de libros? Mis ganas de reír se habían evaporado instantáneamente. Bien mirado, ?cómo podía estar ahí sentada charlando con Gideon como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros? Para empezar, tendríamos que haber aclarado un par de cosas básicas. Le miré fijamente y cogí aire, sin saber muy bien qué quería preguntarle en realidad.
??Por qué me has besado?? —Ya llegamos —dijo Gideon.
Aquello me hizo perder el hilo de mis pensamientos, y miré por la ventana.
Por lo visto, en algún momento durante nuestro intercambio de golpes, el taxista había dejado su libro a un lado y había continuado el viaje, y ahora estaba a punto de girar en Crown Office Row, en el distrito de Temple, donde tenía su cuartel general la sociedad secreta de los Vigilantes. Poco después aparcó el coche en una plaza de aparcamiento reservada al lado de un Bentley resplandeciente.
—?Está seguro de que podemos parar aquí?
—Sí, no hay problema —le aseguró Gideon, y bajó del coche—. No, Gwendolyn, tú quédate en el taxi mientras voy a buscar el dinero —dijo cuando me dispuse a bajar—. Y no lo olvides: nos pregunten lo que nos pregunten, déjame hablar a mí. Volveré enseguida.
—El contador corre —dijo el taxista con tono malhumorado.
Los dos vimos cómo Gideon desaparecía entre los venerables edificios de Temple, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que me había dejado allí como garantía.
—?Son ustedes del teatro? —preguntó el taxista.
—?Cómo dice?
?Qué era esa sombra aleteante que se había abatido sobre nosotros?
—Lo digo por esos trajes tan curiosos.
—No. Del museo. —Unos extra?os ruidos de raspado llegaban del techo.
Como si se hubiera posado un pájaro en él. Un pájaro grande—. ?Qué es eso?
—?El qué? —preguntó el taxista.
—Debe de ser un cuervo o algo así, que se ha posado sobre el coche —dije esperanzada.
Pero, naturalmente, lo que sacó la cabeza desde el techo para mirar a través de la ventana no era ningún cuervo, sino la gárgola de Belgravia. Al ver mi expresión asustada, una sonrisa triunfal se dibujó en su cara de gato, y escupió un chorro de agua sobre el parabrisas.
Amor no conoce ningún freno;
para él no existen puertas ni cerrojos
ni poder que limite sus antojos.
Amor no conoce principio ni fin.
Agitó siempre sus alas al viento
y así lo hará hasta el fin de los tiempos.
Matthias Claudius (1740-1815)
2
Te has quedado de piedra, ?eh? —exclamó la peque?a gárgola, que desde que me había bajado del taxi no había parado de hablarme—. Ya ves que no es tan fácil librarse de nosotros.
—De acuerdo, muy bien. Escucha...
Miré nerviosamente hacia el taxi. Le había dicho al taxista que necesitaba aire fresco con urgencia porque me encontraba mal, y ahora el hombre miraba hacia nosotros con aire desconfiado, preguntándose extra?ado por qué estaba hablando con la pared de una casa. Gideon aún no había aparecido.
—Además, puedo volar. —Para demostrarlo, la gárgola desplegó sus alas en abanico—. Como un murciélago. Más rápido que cualquier taxi.
—Oye, haz el favor de escucharme: el hecho de que pueda verte no significa ni mucho menos que...
—?Verme y oírme! —me interrumpió la gárgola—. ?Sabes lo raro que es eso?
La última que pudo verme y oírme fue madame Tussaud, y por desgracia no apreciaba especialmente mi compa?ía. Por regla general me rociaba con agua bendita y se ponía a rezar. La pobre era demasiado sensible. —Puso los ojos en blanco—. Ya sabes: demasiadas cabezas cortadas...
De nuevo escupió un chorro de agua justo ante mis pies.
—?Deja de hacer eso!
—?Perdona! Son los nervios. Un peque?o vestigio de mi época de canalón.
No tenía muchas esperanzas de deshacerme de él, pero al menos pensaba intentarlo. Con el truco de la amabilidad. Así que me incliné hacia abajo hasta que nuestros ojos estuvieron a la misma altura.