—?Ya volvemos a empezar?
Espantada, le di un empujoncito en el pecho a Gideon, y me encontré frente al rostro de la peque?a gárgola, que ahora se balanceaba colgada boca abajo de la tribuna bajo la que nos encontrábamos. Para ser más precisos, se trataba del espíritu de una gárgola.
Gideon me había soltado el cabello y había adoptado una expresión neutra. ?Oh, Dios mío! ?Qué debía de estar pensando ahora de mí? Sus ojos verdes no transmitían nada, salvo tal vez una ligera extra?eza.
—Yo... creí que había oído algo —murmuré.
—Está bien —contestó, alargando un poco las palabras pero con un tono absolutamente cordial.
—Me has oído a mí —dijo la gárgola—. ?Sí, me has oído!
Era más o menos del tama?o de un gato, y su cara también se parecía a la de un gato; pero tenía dos cuernos redondeados entre orejas de lince grandes y puntiagudas, además de unas alitas en el lomo y una larga y escamosa cola de lagarto que acababa en triángulo y que se movía excitadamente de un lado a otro.
—?Y también puedes verme!
No respondí nada.
—Quizá será mejor que nos vayamos —dijo Gideon.
—?Puedes verme y oírme! —gritó entusiasmada la peque?a gárgola, y se dejó caer de la tribuna a uno de los bancos de la iglesia, donde empezó a saltar arriba y abajo. Tenía una voz ronca, como la de un ni?o resfriado—.
?Me he dado cuenta enseguida!
Ahora, sobre todo, no debía cometer ningún error, o no me desharía nunca de él. Dejé que mi mirada se deslizara con marcada indiferencia por los bancos, mientras me dirigía hacia la salida. Gideon me abrió la puerta.
—Gracias, muy amable —dijo la gárgola, que también se deslizó afuera.
En la acera parpadeé. Estaba nublado, y por eso no se veía el sol, pero calculé que debía de ser media tarde.
—?Espera! —gritó la gárgola, y me tiró de la falda—. ?Tenemos que hablar urgentemente! Oye, que me estás pisando... No hagas como si no pudieras verme. Sé que puedes. —De su boca salió disparado un chorrito de agua que formó un minúsculo charco sobre mis botines—. Oh, vaya, perdón. Solo me pasa cuando estoy nervioso.
Levanté la vista para mirar la fachada de la iglesia. Podría decirse que era de estilo Victoriano, con vidrieras de colores y dos bonitas torres un poco recargadas. El ladrillo alternaba con el revoque de color crema formando un alegre motivo a rayas. Pero, por más arriba que miré, no descubrí en todo el edificio ni una sola estatua ni una gárgola. Era extra?o que, a pesar de todo, el espíritu rondara por allí.
—?Aquí estoy! —gritó la gárgola, y se agarró al muro justo ante mis narices; porque trepaba como una lagartija, todas lo hacen.
Miré un segundo hacia los ladrillos junto a su cabeza y luego aparté la mirada.
Ahora ya no estaba tan segura de que realmente pudiera verla.
—Vamos, por favor. Estaría tan bien hablar con alguien que no fuera el espíritu de sir Arthur Conan Doyle, por una vez...
Vaya, tenía estilo el tipo. Pero yo no caí en la trampa. Aunque me daba pena, sabía lo cargantes que podían ser esas bestezuelas; además, había interrumpido nuestro beso y probablemente por su culpa Gideon me tomaba ahora por una lunática.
—?Por favor, por favor, por favooor! —insistió la gárgola.
Me esforcé en mantenerme indiferente. Sabe Dios que ya tenía suficientes problemas. Gideon hacía se?as para parar un taxi al borde de la calzada.
Naturalmente, enseguida pasó uno libre. Hay gente que siempre tiene suerte con eso. O una especie de autoridad natural. Mi abuela lady Arista, por ejemplo. No tiene más que quedarse junto a la calzada y mirar con aire severo para que los taxistas frenen en seco.
—?Vienes, Gwendolyn?
—?Vamos, no puedes largarte sin más! —La voz ronca sonaba desconsolada, casi llorosa—. Precisamente ahora que acabamos de encontrarnos...
Si hubiéramos estado solos, seguramente habría cedido y me habría puesto a hablar con él. A pesar de los colmillos puntiagudos y de las garras, de algún modo resultaba gracioso, y probablemente no tenía mucha compa?ía. (Seguro que el espíritu de sir Arthur Conan Doyle tenía cosas mejores que hacer. Y, por otra parte, ?qué podía estar buscando en Londres?) Pero cuando te comunicas con espíritus en presencia de otras personas, estas te toman —si hay suerte— por un mentiroso y un comediante, o bien —en la mayoría de los casos— por un loco. Y no quería arriesgarme a que Gideon me tomara por una loca. Además, el último daimon gárgola con el que había hablado había desarrollado una dependencia tan fuerte de mí que casi no podía ir ni al lavabo sola.