—Gutta cavat lapidem, tonto.
Levantó la cabeza hacia él y soltó una risita. Sus ojos azules brillaban de placer, y de pronto Paul recordó lo que su hermano Falk le había dicho cuando le preguntó por el momento perfecto. ?Yo no perdería mucho tiempo hablando. Sencillamente pasaría a la acción. Entonces puede que ella te dé un bofetón, pero sabrás como están las cosas?.
Naturalmente, Falk había querido saber de quien se trataba, pero Paul no tenia ningunas ganas de entablar una de esas discusiones que empezaba con un ?Ya sabes que las relaciones entre lo De villiers y los Montrose deben ser estrictamente profesionales? y acababan con ?Y, además, todas las chicas Montrose son unos bichos raros que acaban convirtiéndose en arpías, como lady Arista?.
?Bichos raros? ?Ni hablar! Tal vez fuera cierto en el caso de las otras chicas Montrose, pero desde luego no tenía nada que ver con Lucy.
Lucy, que todos los días le sorprendía con algo nuevo. Lucy, a la que había confiado cosas que nunca le había contado a nadie. Lucy, con la que literalmente se podía...
Cogió aire.
—?Por qué te quedas ahí plantado? —preguntó Lucy, y un instante después él se había inclinado y había apretado sus labios contra los de ella.
Durante tres segundos temió que fuera a apartarle de un empujón. Pero Lucy pareció reponerse enseguida de la sorpresa y respondió a su beso, primero tímidamente y luego con más pasión.
En realidad aquel no era en absoluto el momento perfecto, y en realidad tenían una prisa terrible porque en cualquier segundo podían saltaren el tiempo, y en realidad...
Paul olvidó cuál era el último ?en realidad?. Todo lo que contaba en ese instante era ella.
Pero entonces su mirada fue a posarse sobre una figura alta con capucha oscura, y se separó de ella sobresaltado.
Lucy miró un momento irritada, antes de ponerse roja y bajar los ojos.
—Lo siento —murmuró avergonzada—. Larry Coleman también decía cuando me besaba que parecía como si le aplastaran un pu?ado de cardos en la cara.
—?Cardos? —dijo Paúl sacudiendo la cabeza—. ?Y quién demonios es Larry Coleman?
En ese momento parecía totalmente desconcertada, pero Paul ni siquiera pudo tomarse a mal lo que había dicho. De algún modo tenía que tratar de poner el orden el caos que reinaba en su cabeza. Apartó a Lucy de la luz de las antorchas, la cogió de los hombros y la miró a los ojos.
—Muy bien, Lucy. En primer lugar, besas más o menos como...como saben las fresas. En segundo lugar, si encuentro a ese Larry, le pegaré un pu?etazo en la nariz. Y en tercer lugar, sobre todo acuérdate bien del punto en que lo hemos dejado. Pero en este momento tenemos un peque?o problema.
En silencio se?aló a un hombre de elevada estatura que salió de la sombra de un carruaje, se acercó caminado con aire doliente a la carroza del francés y se inclinó hacia la ventana.
Los ojos de Lucy se abrieron como platos.
—Buenas noches, barón —saludó el hombre. También hablaba francés, y, al oír el sonido de su voz, su mano se cerró con fuerza alrededor del brazo de Paul—. Me alegra tanto volver a verlo. El camino desde Flandes hasta A.C.
es realmente largo —a?adió retirándose la capucha.
Del interior de la carroza llegó una exclamación de sorpresa.
—?El falso marqués! ?Qué está haciendo aquí? ?Cómo es posible...?
—También a mí me gustaría saberlo —susurró Lucy.
—?Es esa forma de saludar a un sucesor suyo? —replicó el hombre alto con aire divertido—. Porque no dejo de ser el nieto del nieto de su nieto, y aunque hay quien se complace con llamarme el hombre sin nombre, puedo asegurarle que tengo uno. Incluso varios, para ser exactos. ?Puedo acompa?arlo en su carroza? No resulta demasiado cómodo seguir aquí fuera, y este puente permanecerá obstruido durante un buen rato.
Sin esperar respuesta, el hombre abrió la puerta y subió a la carroza.
Lucy arriscó a Paul hacia atrás para alejarlo del círculo de luz de las antorchas.
—?Es él de verdad! Solo que mucho más joven. ?Qué vamos a hacer ahora?
—Nada —susurro Paúl—. ?No podemos acercarnos y saludarle sin más! No deberíamos estar aquí.
—Pero ?y cómo es que él está aquí?
—Es solo una estúpida casualidad. Sobre todo, no debe vernos. Ven, tenemos que ir a la orilla.
Pero ninguno de los dos se movió de donde estaba. Ambos se quedaron mirando, como hechizados, la oscura ventanilla de la carroza, aún más fascinados que ante el escenario del teatro Globe.
—En nuestro último encuentro le di a entender claramente lo que pienso de usted —la voz del barón francés de la carroza llegó hasta ellos.
—Oh, sí que lo hizo.
La suave risa del visitante hizo que a Paul se le pusiera la carne de gallina sin saber por qué.