éste, al contrario que Mianning, que tenía el rostro enjuto y más bien cetrino, era un hombre fornido y de mandíbulas anchas, con un peque?o bigote recortado sobre las comisuras de los labios; aunque se acercaba a los cincuenta, aún no tenía canas. Sus ropas, de aquel amarillo brillante que no habían visto en ninguna parte salvo entre la guardia personal que rodeaba el palacio, eran espléndidas, pero él las llevaba con toda naturalidad. Laurence pensó que ni siquiera había visto al rey vestir con tanta soltura el atuendo oficial en las contadas ocasiones en que había visitado la corte.
El emperador tenía el ce?o fruncido en un gesto más pensativo que contrariado, y asintió con impaciencia cuando entraron. Mianning, que estaba de pie entre los numerosos dignatarios que rodeaban el trono, les hizo una levísima se?al con la cabeza. Laurence respiró hondo y clavó ambas rodillas en el suelo con sumo cuidado, mientras el mandarín susurraba contando el tiempo de cada genuflexión completa. El suelo de madera pulida estaba cubierto de alfombras primorosamente tejidas, de modo que el acto en sí no resultaba incómodo. Cada vez que inclinaba la cabeza hacia el suelo, Laurence podía ver a Hammond y Staunton detrás de él imitándole.
Aun así, era algo contrario a sus principios, y Laurence se alegró de levantarse una vez cumplida aquella formalidad. Por suerte, el emperador se limitó a dejar de fruncir el ce?o, sin hacer ningún desagradable gesto de condescendencia, y pudo notarse cómo la tensión se aliviaba en toda la sala. El emperador se levantó de su sitial y condujo a Laurence a un peque?o altar en el lado este del recinto. Laurence encendió las barritas de incienso, repitió como un loro las frases que Hammond le había ense?ado con tanto trabajo y se sintió aliviado al ver que el diplomático asentía con la cabeza. Al parecer, no había cometido errores, o al menos ninguno que fuera imperdonable.
Tuvo que hacer una genuflexión más, pero esta vez delante del altar. A Laurence le avergonzó reconocer, aunque sólo fuera ante sí mismo, que aquello le resultaba mucho más llevadero aunque también se acercaba más a una auténtica blasfemia. En voz baja se apresuró a rezar un padrenuestro con la esperanza de dejar claro que su intención no era quebrantar los Mandamientos. Ya había pasado lo peor. A continuación ordenaron a Temerario que se adelantara para la ceremonia que los uniría formalmente como compa?eros, y Laurence pudo pronunciar los juramentos requeridos con ánimo más relajado.
El emperador se había vuelto a sentar para supervisar todo el ritual. Entonces, asintió con aprobación y le hizo un breve gesto a uno de sus ayudantes. Al momento trajeron a la sala una mesa, aunque sin sillas, y se sirvieron más bebidas frías mientras el emperador preguntaba a Laurence por su familia a través de Hammond. Al saber que estaba soltero y sin hijos se sorprendió, y Laurence tuvo que resignarse a escuchar con toda seriedad una larga parrafada sobre la materia y a reconocer que había descuidado sus deberes familiares. No le importó demasiado, ya que estaba más que contento de no haber pronunciado nada al revés y de que la ordalía estuviese a punto de terminar.
Cuando salieron, el propio Hammond estaba casi pálido de alivio y tuvo que hacer un alto para sentarse en un banco mientras volvían a sus alojamientos. Dos sirvientes le trajeron agua y le abanicaron hasta que recobró el color y pudo seguir caminando a duras penas.
—Le felicito, se?or —dijo Staunton, estrechándole la mano a Hammond cuando por fin le dejaron tumbarse en su habitación—. No me avergüenza reconocer que no lo habría creído posible.
—Gracias, gracias —fue lo único que consiguió repetir Hammond, profundamente conmovido. Estaba a punto de desmayarse.
Hammond no sólo había conseguido que Laurence entrara de forma oficial en la familia imperial, sino también que le concedieran una propiedad en la misma ciudad tártara. No se trataba exactamente de una embajada oficial, pero desde el punto de vista práctico era casi lo mismo, ya que ahora Hammond podía residir de manera indefinida en ella invitado por Laurence. Incluso el asunto del kowtow había salido a plena satisfacción de todos: desde el punto de vista inglés, Laurence había hecho aquel gesto no como representante de la Corona, sino como hijo adoptivo, mientras que los chinos estaban contentos de que hubieran cumplimentado su protocolo debidamente.