Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Sí, todos debemos irnos a dormir —concluyó Sutton—. En cualquier caso, lo mejor que podemos hacer es mantener el orden en esa formación. Estad seguros de que llamarán a una de las formaciones de Lárganos si se presenta la oportunidad de aplastar la flota de Bonaparte, y será una de las nuestras o de las dos de Dover.

 

El grupo se deshizo y Laurence subió pensativo a su habitación en la torre. Un Largario podía lanzar ácido con una enorme puntería. El primer día de entrenamiento había visto a Lily destruir blancos de un simple y rápido salivazo desde unos ciento veinte metros. No había ca?ón en tierra capaz de disparar a tanta altura. Los ca?ones de pimienta podían dificultar su tarea, pero el único peligro real vendría del aire: ella sería el objetivo de todos los dragones enemigos y la formación era una unidad destinada a protegerla. Laurence se daba cuenta perfectamente de que el grupo sería una formidable amenaza en cualquier campo de batalla y la perspectiva de aportar mucho a la salvaguardia de Inglaterra le insuflaba renovado interés en el trabajo.

 

Por desgracia, a medida que pasaban las semanas veía con mayor claridad que a Temerario le resultaba difícil mantener la concentración. El primer requisito del vuelo en formación era la precisión y el mantenimiento de la posición relativa de uno respecto a los demás. Temerario se veía limitado ahora que volaba con el grupo y pronto comenzó a sentir la restricción al tener mucha más velocidad y maniobrabilidad que la media. Una tarde, Laurence no pudo evitar oírle preguntar a Messoria:

 

—?Hacéis algo más interesante que volar?

 

Messoria era una dragona curtida de treinta a?os con muchas y grandes cicatrices de combate que la convertían en objeto de admiración. Soltó una risotada indulgente y le contestó:

 

—Lo interesante no tiene por qué ser bueno. Resulta difícil hallar algo interesante en mitad de una batalla. No temas, te acostumbrarás.

 

Temerario suspiró y volvió al trabajo sin proferir nada similar a una queja, pero, aunque nunca fallaba a la hora de responder a una petición o llevar a cabo un esfuerzo, no estaba muy entusiasmado y Laurence no podía dejar de preocuparse. Hizo todo lo posible por consolar al dragón y proporcionarle otros temas que atrajeran su interés. Continuaron practicando el hábito de leer juntos y Temerario escuchaba con gran atención cada artículo matemático o científico que Laurence conseguía encontrar. Los entendía sin dificultad y el aviador se encontraba en la extra?a posición de hacer que el dragón le explicara lo que él acababa de leer en voz alta.

 

Una semana después de haber reanudado las maniobras les llegó un paquete postal de sir Edward Howe, que resultó de gran utilidad. Venía dirigido enigmáticamente a Temerario, a quien le entusiasmó recibir correo para él. Laurence lo desempaquetó para el dragón y halló un magnífico libro recién publicado de historias sobre dragones orientales traducido por el propio sabio.

 

Temerario dictó una elegante nota de agradecimiento a la cual Laurence a?adió el suyo. Los cuentos de dragones orientales resultaron ser el plato final de cada día. Leyeran lo que leyesen, siempre terminaban con una de aquellas historias. Incluso después de haberlas leído todas, al dragón le hacía muy feliz releerlas de nuevo, aunque de forma ocasional pedía alguna en concreto de sus favoritas, como la historia de Emperador Amarillo de China, el primer dragón Celestial, cuyos servicios permitieron la instauración de la dinastía Han, o la de Raijin, el dragón japonés que rechazó la flota de Kublai Khan cuando ésta intentaba la invasión de la isla nación. Esta última le gustaba en particular a causa del paralelismo existente con Inglaterra, amenazada por la Grande Armée de Napoleón al otro lado del canal.

 

También escuchaba con aire so?ador la historia de Xiao Sheng, el ministro del emperador, que se tragó la perla del tesoro de un dragón y se convirtió él mismo en dragón. Laurence no comprendió la especial atención que Temerario mostraba hacia la historia hasta que el dragón preguntó:

 

—Supongo que eso no es real, ?verdad? ?No hay forma de que los hombres se conviertan en dragones ni a la inversa?

 

—No, me temo que no —respondió el aviador lentamente; la idea de que a Temerario le gustara cambiar le afligía, ya que al hacerlo sugería una desdicha muy profunda.

 

Pero el dragón se limitó a suspirar y dijo:

 

—En fin, eso me parecía, aunque hubiera sido agradable ser capaz de leer y escribir por mi cuenta cuando quisiera y también que tú pudieras volar junto a mí.

 

Laurence rió tranquilizado.

 

—Lamento de verdad que no sea posible semejante placer, pero incluso aunque lo fuera, a juzgar por el cuento, el proceso no parece muy cómodo ni reversible.

 

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