Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Laurence se alegró al ver que los otros dragones admitían plenamente a Temerario en la formación, aunque ninguno de los dragones adultos tenía ni la energía ni las ganas para jugar fuera del trabajo. La mayor parte del tiempo haraganeaban durante las escasas horas de ocio y se limitaban a entretenerse contemplando con condescendencia cómo hablaban Temerario, Lily y Maximus, y, de vez en cuando, cómo jugaban al corre que te pillo en el aire. Por su parte, Laurence también se sentía mucho mejor acogido entre los demás aviadores y descubrió que, sin haberlo advertido, se había acomodado a la informalidad de sus costumbres. La primera vez que se encontró dirigiéndose a la capitana Harcourt como simplemente ?Harcourt? en una deliberación posterior al entrenamiento, ni siquiera se dio cuenta hasta al cabo de un rato.

 

Los capitanes y los tenientes primeros acostumbraban a mantener debates de estrategia y táctica a la hora de las comidas o a última hora de la noche, después de que los dragones se hubieran dormido. Rara vez le pedían opinión durante estas conversaciones, pero no le afectaba demasiado, ya que, aunque comenzaba a dominar los principios de la guerra aérea, se seguía considerando un neófito en el tema y difícilmente se podía ofender porque los aviadores hicieran lo mismo. Se mantenía en silencio y no intentaba pronunciarse en las conversaciones, salvo cuando podía contribuir con alguna información sobre las habilidades singulares de Temerario; prefería escuchar con el propósito de aprender.

 

De vez en cuando, la conversación giraba hacia el tema más general de la guerra. Estaban en un lugar apartado y la información tenía varias semanas de desfase, por lo que era difícil resistirse a la tentación de especular. Laurence se unió a los pilotos una velada en la que Sutton dijo:

 

—La maldita flota francesa podría estar en cualquier lugar. —Sutton era el capitán de Messoria y el más curtido de todos, un veterano de cuatro guerras muy dado al pesimismo y a un lenguaje subido de tono—. Ahora, se han escabullido de Toulon y por lo que sabemos esos bastardos ya deben de estar de camino hacia el canal. No me sorprendería encontrar ma?ana a un ejército invasor a nuestras puertas.

 

Laurence difícilmente podía dejar pasar por alto esas palabras y dijo al sentarse:

 

—Les aseguro que se equivocan. Villeneuve y su flota han zarpado de Toulon, sí, pero no se trata de ninguna operación de envergadura, sólo de huir. Nelson ha estado siguiéndole sin parar todo el camino.

 

—Caramba, ?tiene noticias, Laurence? —preguntó Chenery, el capitán de Dulcía, levantando la vista de una desganada partida a las veintiuna que estaban jugando él y Little, el capitán de Immortalis.

 

—He tenido cartas, sí, y una de ellas la remitía el capitán Riley, del Reliant —contestó Laurence—. Navega con la flota de Nelson. Han cruzado el Atlántico en pos de Villeneuve y me cuenta que lord Nelson tiene esperanzas de alcanzar a los franceses en las Antillas.

 

—?Vaya, y nosotros aquí, sin tener ni idea de lo que está pasando! —exclamó Chenery—. Por el amor de Dios, vaya a buscar esas cartas y léanoslas. No es de recibo que se calle todo esto y nos deje a todos en la ignorancia.

 

Habló con demasiado entusiasmo como para ofender a Laurence, que, al comprobar que los demás capitanes se mostraban del mismo parecer, envió un criado a su habitación para traerle el montoncito de cartas enviadas por los antiguos camaradas de la Marina. Se vio obligado a omitir varios pasajes en los que le compadecían por el cambio de estatus, pero se las arregló para saltárselos con bastante soltura y todos oyeron con gran curiosidad los fragmentos y retazos de noticias.

 

—De modo que Villeneuve tiene diecisiete naves por las doce de Nelson, ?no? —dijo Sutton—. Entonces, dudo que ese tío vaya a correr mucho, pero ?qué ocurre si da la vuelta? Nelson no puede contar con ningún apoyo aéreo al cruzar el Atlántico a esa velocidad, no hay transporte de dragones que aguante ese ritmo ni tenemos animales estacionados en las Antillas.

 

—Me atrevería a decir que la flota puede frenarle aun disponiendo de menos naves —insistió Laurence con ánimo—. Acuérdese del Nilo, se?or, y de la batalla del cabo de San Vicente antes de eso. Hemos estado en desventaja numérica a menudo y el saldo ha sido victorioso.

 

Se contuvo con cierta dificultad y calló en ese momento. No deseaba parecer demasiado entusiasta.

 

Los demás sonrieron, pero no con condescendencia, y Little dijo con sus ademanes sosegados:

 

—En ese caso, debemos esperar que Nelson pueda acabar con ellos. Lo triste del asunto es que estamos en un terrible peligro mientras la flota francesa siga intacta de alguna forma. La Armada no va a poder atraparlos siempre y Napoleón sólo necesita controlar el canal de la Mancha durante dos días, tal vez tres, para conducir a su ejército al otro lado.

 

Era un pensamiento amenazador e hizo mella en el ánimo de todos. Berkley rompió al fin el subsiguiente silencio con un gru?ido, se llevó un vaso de vino a los labios y lo vació.

 

—Podéis seguir aquí sentados viéndolo todo negro. Yo me voy a la cama —anunció—. Tenemos mucho trabajo como para imaginar más problemas.

 

—Y yo he de levantarme a primera hora —dijo Harcourt poniéndose en pie—. Celeritas quiere que Lily practique el lanzamiento de ácido sobre objetivos por la ma?ana, antes de las maniobras.

 

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