—No son profundas —gritó Granby desde donde trabajaban para cubrir las desgarraduras.
Laurence pudo respirar y empezó a pensar con claridad. El arnés se movía sobre el lomo del dragón. Además de una parte poco importante del aparejo, la cincha mayor del cuello estaba casi cortada, sostenida sólo por los alambres interiores, pero el cuero estaba seccionado y se precipitarían al vacío tan pronto como los cables se debilitaran bajo el peso de todos los hombres y el equipo.
—Todos vosotros —ordenó a los vigías y al alférez de banderas; los tres muchachos eran los únicos que quedaban arriba, además de él mismo —quitaos los arneses y pasádmelos. Sujetaos con fuerza al arnés principal y meted por dentro brazos y piernas.
El cuero de los arneses personales era grueso, sólidamente cosido y bien engrasado. Los mosquetones eran de acero sólido, no tan fuerte como el arnés principal, pero casi.
Se puso los tres arneses en el brazo y, por la cincha que recorría el lomo, trepó a la parte más ancha de los hombros. Granby y los dos guardiadragones seguían trabajando en las heridas de la ijada de Temerario. Le dedicaron una mirada confusa y Laurence comprendió que no veían la cercana cincha seccionada, oculta por la pata delantera de Temerario. En cualquier caso, no quedaba tiempo para pedirles ayuda; la cincha comenzaba a deshacerse muy deprisa.
No se podía acercar de forma normal. Sin duda, la cincha del lomo se rompería de inmediato si intentaba apoyar su peso en cualquiera de las anillas que pendían de ella. Moviéndose lo más deprisa que podía bajo el rugiente azote del viento, enganchó dos de los arneses con los mosquetones y luego hizo una lazada alrededor de la cincha.
—Temerario, muévete lo menos posible al volar —gritó.
Luego, colgando de los extremos de los arneses, abrió sus propios mosquetones y se encaramó cautelosamente hacia los hombros, sin otra seguridad que la fuerza con la que agarraba el cuero.
Granby le gritaba algo, pero el viento se llevó sus palabras sin que lograra distinguirlas. Laurence intentó mantener la vista fija en las correas. El suelo de debajo tenía el precioso verdor de comienzos de la primavera; aunque resultara extra?o, era bucólico y estaba en silencio: volaban lo bastante bajo como para que viera las ovejas como puntitos blancos. Ahora tenía las correas al alcance de la mano. Con pulso tembloroso, abrochó el primer mosquetón abierto del tercer arnés en la anilla que había encima del corte y el segundo en la de debajo. Tensó las correas echando el cuerpo hacia atrás y apoyando en ellas su peso hasta donde se atrevía. Le dolían los brazos y temblaba como si fuera presa de una fiebre alta. Centímetro a centímetro, tensó el peque?o arnés hasta que al fin la separación entre los mosquetones tuvo el mismo tama?o que la zona cortada de la cincha y soportó buena parte de su peso. El cuero dejó de deshilacharse.
Alzó la vista y vio a Granby trepando lentamente en su dirección. Las anillas chasqueaban bajo su peso. La tensión no era un peligro tan inmediato ahora que había puesto el arnés en su sitio, por lo que Laurence no le hizo se?ales de que se alejara y se limitó a decir a voz en grito:
—Llame al se?or Fellowes.
Después de hacer llamar al encargado del arnés, se?aló el lugar a Granby, que abrió unos ojos como platos cuando cruzó la pata delantera y vio la cincha rota.
La deslumbrante luz del sol le dio de lleno en el rostro cuando Granby se volvió para hacer se?ales de petición de ayuda a los ventreros. Encima de ellos, Victoriatus daba bandazos mientras las alas le temblaban. Su pecho cayó pesadamente sobre la espalda de Temerario, que se tambaleó en el aire, con un hombro desequilibrado a causa del golpe. Laurence se estaba resbalando a lo largo de las cintas de los arneses unidos, ya que las palmas húmedas le impedían agarrarse bien. El mundo verde daba vueltas a sus pies y su presa sobre las correas empezaba a fallar al tener las manos cansadas y resbaladizas a causa del sudor.
—?Laurence, aguanta! —gritó Temerario con la cabeza vuelta para mirarle.
Los músculos y las articulaciones de las alas empezaron a moverse mientras se preparaba para atrapar al aviador en el aire.
—No debes dejar caer al dragón —gritó Laurence aterrado. Temerario sólo le podía atrapar si dejaba caer a Victoriatus de su espalda y enviaba al Parnasiano a su muerte—. ?No debes hacerlo, Temerario!
—?Laurence! —gritó el dragón con las garras flexionadas, los ojos abiertos y afligidos y moviendo la cabeza de un lado a otro en se?al de negación.
Laurence supo que no tenía intención de obedecer. Se afanó por sujetarse a las correas de cuero e intentó subir. No era sólo su vida la que estaba en juego si se caía, sino las del dragón herido y todos los tripulantes a bordo del mismo.
Granby apareció de pronto para sujetar el arnés de Laurence con ambas manos.