—No más que el de cualquier otra persona —contestó en un hilo de voz; luego, con cierto retraso, tomó su propia copa y la alzó en correspondencia—. A la vuestra, quería decir.
Repitió en su fuero interno el nombre y el rango de la muchacha. Sería de mala educación volver a equivocarse de nuevo después de que ya le habían corregido una vez, pero era muy extra?o que aún no confiara enteramente en sí mismo. Procuró mirarle sólo al rostro, y nada más. Le ayudaba un poco a cumplir ese propósito su aspecto ani?ado, con el pelo recogido y tirante, así como las ropas masculinas que le habían llevado a confusión en un primer momento. Supuso que eso se debía a que se la obligaba a ir vestida de hombre, aunque eso no sólo le parecía vergonzoso, sino también ilegal.
Le hubiera gustado hablarle, aunque hubiera sido difícil no formularle preguntas, pero no podía llevar una conversación paralela a la de Rankin. Se permitió maravillarse en privado de sus propios pensamientos. Resultaba sorprendente pensar que todos los Lárganos estaban capitaneados por mujeres. Después de estudiar la menuda figura de la muchacha, se preguntó cómo soportaba el trabajo. él mismo se encontraba maltrecho y fatigado después de todo un día de vuelo, y aunque quizás un arnés adecuado disminuiría los esguinces, le resultaba difícil creer que una mujer se las pudiera arreglar un día tras otro. Aquello era una crueldad pero, por supuesto, no se podía prescindir de los Lárganos. Eran probablemente los dragones ingleses más letales, sólo comparables con los Cobres Regios, y sin ellos las defensas aéreas de Inglaterra serían terriblemente vulnerables.
Su primera cena pasó de forma mucho más grata de lo esperado con aquella curiosidad ocupando su mente y la cortés conversación de Rankin. Se levantó de la mesa animado, a pesar de que la capitana Harcourt y Berkley se habían mostrado silenciosos y poco comunicativos durante toda la cena. Cuando ya estaban de pie, Rankin se volvió hacia él y le preguntó:
—Si no tiene ningún otro compromiso, ?puedo invitarle a que se reúna conmigo en el club de oficiales para jugar una partida de ajedrez? Pocas veces tengo la oportunidad de jugar una partida, y confieso que he esperado con impaciencia aprovechar la ocasión desde que usted mencionó que jugaba.
—Le agradezco la invitación, y me supondría un gran placer también —contestó Laurence—, pero he de pedirle que me excuse por el momento. Debo ver a Temerario, y luego he prometido leerle.
—?Leerle? —repitió Rankin con una expresión de diversión que no ocultaba su sorpresa ante semejante idea—. Su dedicación es admirable y totalmente natural en un cuidador novato. Sin embargo, permítame asegurarle que la mayoría de los dragones son capaces de arreglárselas por su cuenta. Conozco la costumbre de varios de nuestros compa?eros capitanes de pasar mucho tiempo libre con sus monturas; me disgustaría que, siguiendo su ejemplo, llegara a considerarlo una necesidad o un deber por el que deba renunciar al placer de la compa?ía humana.
—Le agradezco la gentileza de su preocupación, pero le aseguro que se equivoca en mi caso —repuso Laurence—. Por mi parte, no podría desear mejor compa?ía que la de Temerario, y soy yo quien ha escogido mi compromiso con él, pero me encantaría reunirme con usted esta noche más tarde, a menos que deba levantarse pronto.
—Me alegra oír ambas cosas —respondió Rankin—. En cuanto a mi horario, en absoluto. No me estoy entrenando, por supuesto, sólo estoy aquí como mensajero, por lo que no necesito tener un horario de estudiante. Me avergüenza admitir que la mayoría de los días no se me ve el pelo por aquí abajo hasta poco antes del mediodía pero, por otra parte, eso me garantiza el placer de verle a usted esta noche.
Se separaron después de estas palabras y Laurence salió en busca de Temerario. Le divirtió sorprender acechando por la puerta del comedor a tres cadetes, el de pelo de color arena y otros dos, cada uno aferrando con firmeza un pu?ado de trapos blancos limpios.
—Se?or —dijo el chico saltando en cuanto vio salir a Laurence—. ?Va a necesitar más trapos para Temerario? —preguntó ansiosamente—. Pensamos que tal vez sí, de modo que trajimos algunos cuando le vimos comer.
—Un momento, Roland. ?Qué crees que haces merodeando por ahí? —Tolly, que sacaba una carga de platos sucios del comedor, se detuvo a mirar a los muchachos que abordaban a Laurence—. Haríais mejor en no molestar a un capitán.