Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—No seas absurdo —replicó lord Allendale—. No te estoy repudiando, no lo mereces, pero he elegido no representar un melodrama para que se rían todos. Pasarás aquí la noche y te irás por la ma?ana, tal y como anunciaste. Eso será lo mejor. Me parece innecesario decir nada más. Puedes irte.

 

Laurence subió las escaleras lo más deprisa que pudo; se sentía como si se hubiera librado de una carga después de cerrar la puerta de su dormitorio tras de sí. Tenía la intención de llamar para que le prepararan un ba?o, pero se sentía incapaz de hablar con nadie, ni aunque fuera una doncella o un criado. Lo único que quería era estar a solas y en silencio. No iba a soportar otra comida protocolaria con invitados ni a hablar más con su padre, que ni siquiera en la campi?a se levantaba antes de las once.

 

Contempló la cama durante un prolongado momento; luego, sacó de pronto una vieja levita y unos gastados pantalones del ropero, se los puso en lugar de su traje de etiqueta y salió al exterior. Temerario ya dormía, bien aovillado sobre sí mismo, pero entreabrió un ojo antes de que Laurence pudiera escabullirse y alzó el ala en un gesto instintivo de bienvenida. Laurence había tomado una manta en los establos. Se puso tan cómodo y abrigado como le fue posible, estirado sobre la enorme pata delantera del dragón.

 

—?Va todo bien? —preguntó bajito Temerario mientras rodeaba a Laurence con la otra pata en un gesto protector, y le cubría con las alas parcialmente desplegadas para protegerle—. Algo te aflige. ?Nos vamos ahora mismo?

 

La idea era tentadora, pero no tenía sentido. Lo mejor que podían hacer ambos era pasar una noche tranquila y desayunar por la ma?ana; en cualquier caso, no se iba a ir de tapadillo, como si hubiera cometido alguna indignidad.

 

—No, no —dijo Laurence, que le acarició hasta que volvió a plegar las alas—. No es preciso, te lo aseguro. Sólo he tenido unas palabras con mi padre.

 

él enmudeció. No debía revolver los recuerdos de la entrevista ni la fría despedida de su padre. Encorvó los hombros.

 

—?Se ha enfadado por nuestra llegada? —preguntó el dragón.

 

Esta muestra de rápida comprensión por parte de Temerario y la preocupación que mostraba su voz fueron como un tónico para su fatiga y su desdicha, y consiguieron que hablara con más franqueza de la que pretendía.

 

—En el fondo, es una vieja disputa —dijo—. él hubiera deseado que yo entrara en la Iglesia, como mi hermano. Jamás consideró que la Armada fuera una ocupación honorable.

 

—En ese caso, ?ser aviador es peor? —inquirió Temerario, ahora demasiado perceptivo—. ?Es por eso por lo que no querías dejar la Armada?

 

—A sus ojos, quizá la Fuerza Aérea sea peor, pero no a los míos. También tiene grandes compensaciones. —Estiró el brazo para acariciar el hocico de Temerario, que le devolvió la caricia con cari?o—. Lo cierto es que nunca aprobó la carrera que elegí. Me tuve que escapar de casa cuando era crío para que me dejara embarcarme. No puedo permitir que su voluntad me gobierne, porque entiendo mi deber de una forma diferente a la suya.

 

Temerario resopló. Su cálido aliento levantó peque?as estelas de humo en el frío aire de la noche.

 

—Pero ?no va a dejarte dormir dentro?

 

—Ah, no —repuso Laurence, que sintió cierta vergüenza al confesar la debilidad que le había llevado a buscar consuelo en el dragón—. Es que… prefería estar contigo a tener que dormir solo.

 

A Temerario le chocó la respuesta.

 

—A condición de que te abrigues —repuso mientras volvía a tumbarse con cuidado y adelantaba ligeramente las alas para protegerse ambos del viento.

 

—Estoy muy a gusto. Te ruego que no te preocupes —contestó Laurence mientras se estiraba sobre la enorme y firme pata y se envolvía con la manta—. Buenas noches, amigo.

 

Se sintió repentinamente agotado, pero era un cansancio físico. Aquel doloroso hastío que se le metía en los huesos había desaparecido.

 

Abrió los ojos a primera hora de la ma?ana, cuando las tripas de Temerario sonaron con la suficiente fuerza como para despertar a ambos.

 

—Vaya, tengo hambre —comentó el dragón mientras se incorporaba con ojos brillantes y miraba con avidez la manada de ciervos que pululaba nerviosamente en el parque, api?ada contra el muro más lejano.

 

Laurence descendió de la pata y después de dar una última palmadita en la ijada, dijo:

 

—Te dejo para que vayas por tu desayuno y yo haré lo mismo con el mío.

 

No estaba presentable pero, por fortuna, los invitados no se habían levantado tan temprano, y alcanzó su dormitorio sin encontrarse a nadie; de lo contrario hubiera aumentado aún más su descrédito.

 

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