Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Después de haber efectuado aquel grosero comentario, McKinnon recordó de pronto la presencia de Laurence. Miró de reojo con cierta vergüenza para ver si alguna de las damas lo había captado y abandonó el tema.

 

Woolvey llevó a Edith a la cena. Laurence estorbaba en aquella mesa con su presencia, por lo que tuvo que sentarse en el extremo opuesto, donde tuvo el dolor de verlos conversar sin el placer de participar. Miss Montagu, sentada a su derecha, estaba muy guapa, pero tenía aspecto malhumorado y lo desatendió hasta llegar casi a la grosería al dirigirle exclusivamente la palabra al caballero que estaba al otro lado, un renombrado tahúr a quien Laurence conocía más por su reputación que como persona.

 

Ser rechazado de esa manera suponía una experiencia nueva y desagradable para él. Sabía que ya no era un hombre casadero, pero no había esperado que esto repercutiera de manera tan negativa en la acogida que se le había dispensado, y resultaba especialmente vergonzoso descubrir que valía menos que un manirroto de aspecto abotargado y con el rostro rubicundo salpicado de pecas. El vizconde Hale, sentado a su derecha, sólo se interesaba en su comida, por lo que Laurence se encontró sentado en medio de un silencio casi absoluto.

 

Al no estar inmerso en una conversación, resultaba aún más desagradable no tener más alternativa que escuchar a Woolvey hablar largo y tendido, y con escasa precisión, sobre el estado de la guerra y la preparación de Inglaterra para la invasión. Woolvey se mostró ridículamente entusiasta mientras hablaba de cómo la milicia le iba a dar una lección a Bonaparte si se atrevía a cruzar con su ejército. Laurence se vio obligado a clavar la vista en el plato para ocultar su expresión. ?La milicia obligando a retirarse a Napoleón, el due?o y se?or de Europa, con cien mil hombres a su disposición? ?Qué disparate! Por supuesto, era la clara muestra de insensatez que fomentaba la Oficina de Guerra para mantener alta la moral, pero resultaba sumamente desagradable ver a Edith escuchar con aprobación semejante discurso.

 

Laurence sospechaba que ella mantenía el rostro vuelto de forma intencionada. No se esforzaba en que sus miradas se encontrasen, eso desde luego. La mayor parte del tiempo permaneció atento al plato, comiendo de forma mecánica y sumiéndose en un desacostumbrado silencio. La cena se hizo interminable; menos mal que su padre se levantó poco después de que las damas los hubieran dejado y de inmediato Laurence vio en el regreso al salón la ocasión de excusarse ante su madre y escaparse, alegando el pretexto del viaje que le aguardaba.

 

Pero uno de los criados, sin aliento, le alcanzó en los aleda?os de la puerta de su dormitorio: su padre quería verle en la biblioteca. Laurence vaciló. Podía darle una excusa y posponer la entrevista, pero no tenía sentido demorar lo inevitable. Volvió a bajar la escalera, aunque muy despacio, y dejó la mano sobre la puerta demasiado tiempo, hasta que una de las doncellas se acercó. Ya no pudo seguir jugando a hacerse el cobarde, de modo que empujó la puerta, ésta se abrió y él entró.

 

—Su llegada me asombra —dijo lord Allendale en cuanto se cerró la puerta, sin intercambiar el más mínimo cumplido de rigor—. Me asombra de verdad. ?Qué pretendía viniendo aquí?

 

Laurence se envaró, pero respondió con serenidad:

 

—Sólo pretendía hacer una pausa en mi viaje. Voy de camino a mi próximo destino. No tenía idea de que estuvieran aquí, se?or, ni de que tuvieran huéspedes. Lamento mucho haber irrumpido sin avisarlos.

 

—Ya veo. ?Creía que nos íbamos a quedar en Londres después de que la noticia nos hubiera convertido en la atracción del momento, en un espectáculo? Desde luego que se va a su siguiente destino, aquí no se queda.

 

Examinó con desdén la chaqueta de Laurence, que enseguida se sintió tan desastrado y sucio como en las inspecciones que, siendo ni?o, tuvo que soportar cuando acababa de entrar después de jugar en los jardines.

 

—No me voy a molestar en reprochártelo. Sabe perfectamente lo que pienso de todo este asunto, por lo que no le voy a abrumar. Muy bien. Le agradecería, se?or, que en lo sucesivo evitara esta casa y nuestra residencia de Londres, si es que se puede permitir abandonar la cría de animales el tiempo suficiente como para poner un pie en la ciudad.

 

Laurence sintió que le embargaba una gran indiferencia. De pronto, se notó muy cansado y le faltó ánimo para discutir. Su propia voz parecía sonar muy lejana y no había emoción alguna en nada de lo que decía:

 

—Muy bien, se?or. Me iré ahora mismo.

 

Tendría que llevar a Temerario a dormir a algún prado comunal, a pesar de que, sin duda, asustaría al ganado del pueblo. Por la ma?ana le compraría unas cuantas ovejas pagadas de su propio bolsillo, en el caso de que fuera posible; de lo contrario, le pediría que volara aun teniendo hambre. Ya se las arreglarían.

 

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