Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Sí, porque es tarea nuestra y de la Armada hacer que sea así —contestó Laurence—. Los franceses cruzarían el canal de la Mancha si no hiciéramos nuestro trabajo. Están ahí, al este, no muy lejos, y Bonaparte dispone de un ejército de cien mil hombres a la espera de cruzarlo en cuanto se lo permitamos. De ahí que debamos cumplir nuestro deber. Ocurre lo mismo con los marineros del Reliant: el barco no navegaría si hicieran siempre su capricho.

 

En respuesta a esto, Temerario rumió para sus adentros al tiempo que emitía un sonido gutural desde lo más profundo. Laurence sintió la vibración a través de su propio cuerpo. El ritmo del dragón se aminoró ligeramente. Planeó sin batir alas durante un tiempo y luego volvió a aletear para recuperar altura, subiendo en espiral antes de estabilizarse otra vez. Aquella forma de volar se asemejaba bastante a alguien que pasea impaciente de un lado para otro. El dragón se volvió hacia él de nuevo.

 

—Laurence, he estado pensando… Si debemos dirigirnos a Loch Laggan, no hay que tomar ninguna decisión ahora, ya que no sabemos qué es lo que puede ir mal allí, y ahora no podemos pensar en nada. No deberías preocuparte hasta que hayamos llegado y veamos cómo están las cosas.

 

—Amigo, es un consejo excelente y lo tendré en cuenta —contestó Laurence, aunque luego a?adió—: pero no estoy seguro de conseguirlo. Se me hace difícil no pensar en nada.

 

—Podrías volver a contarme historias de la Armada, sobre cómo sir Francis Drake y Conflagrada destruyeron a la flota espa?ola —sugirió Temerario.

 

—?Otra vez? Bueno, pero a este paso empezaré a dudar de tu memoria.

 

—Recuerdo la historia perfectamente —replicó el dragón, indignado—, pero me gusta oírte contarla.

 

El resto del vuelo transcurrió sin que volviera a tener un momento libre para preocuparse. Temerario le obligaba a repetir sus fragmentos favoritos y le formulaba preguntas sobre dragones y naves a las que ni siquiera un erudito podría haber respondido, al menos a juicio de Laurence. Finalmente, se acercaron a la mansión familiar en Wollaton Hall a última hora de la tarde; el crepúsculo brillaba en los numerosos ventanales.

 

Con las pupilas muy dilatadas, Temerario sobrevoló en círculos la casa un par de veces, alejado de posibles curiosos. Laurence miró hacia abajo e hizo recuento de las ventanas iluminadas y comprendió que la casa no podía estar vacía. Había dado por hecho que sí lo estaría, pues la temporada aún estaba en su apogeo en Londres, pero ahora ya era demasiado tarde para buscar otro lugar para el dragón.

 

—Temerario, ha de haber un prado vacío ahí abajo, a la derecha, detrás de los establos.

 

—Sí, lo rodea una cerca —contestó el dragón después de mirar—. ?Aterrizo ahí?

 

—Sí, te lo ruego. Me temo que debo pedirte que te quedes ahí. A los caballos les va a dar un ataque si te ven rondar cerca de los establos.

 

Después de que Temerario tomara tierra, Laurence se bajó, le acarició el cálido hocico y le dijo, como disculpándose:

 

—Me las arreglaré para traerte algo de comida en cuanto haya hablado con mis padres, si es que de verdad están en casa, pero eso puede llevarme un tiempo.

 

—No necesitas darme de cenar esta noche. Me alimenté bien antes de salir y tengo sue?o. Me comeré alguno de esos venados de ahí por la ma?ana —respondió Temerario mientras se tumbaba y curvaba la cola alrededor de las piernas—. Deberías quedarte dentro. Aquí hace más frío que en Madeira y no quiero que enfermes.

 

—Resulta muy curioso que una criatura de seis semanas juegue a ser la ni?era —repuso Laurence, divertido; incluso mientras hablaba, le costaba creer que Temerario fuera tan joven.

 

En muchos aspectos, el dragón parecía totalmente maduro desde que salió del huevo, y desde la eclosión había absorbido ense?anzas del mundo circundante con tal entusiasmo que las lagunas de su conocimiento desaparecían a una velocidad asombrosa. No lo consideraba ya una criatura de la que se sentía responsable, sino más bien un amigo íntimo, el más apreciado, alguien con cuyo apoyo se podía contar sin vacilación. Al contemplar al dragón, ya adormecido, perdía parte del miedo al adiestramiento y desterró a Barstowe de su mente como si fuera una pesadilla. Lo más seguro era que no les aguardara nada que no pudieran afrontar juntos.

 

Pero tenía que enfrentarse solo a su familia. Se acercó a la casa desde los establos y verificó que la primera impresión aérea había sido correcta: el salón estaba intensamente iluminado y se veía luz de velas en muchos de los dormitorios. Era una reunión social de varios días a pesar de la época del a?o.

 

Naomi Novik's books