Envió a un lacayo para informar a su padre de que estaba en casa y subió a su habitación por la escalera de atrás para cambiarse. Le hubiera gustado darse un ba?o, pero creía que debía bajar pronto para ser cortés, cualquier otra cosa se podría interpretar como un intento de eludir la situación. Se conformó con lavarse la cara y las manos en la jofaina. Por fortuna, había traído el uniforme de gala. Su imagen en el espejo le resultaba extra?a. Llevaba la nueva chaqueta de color verde botella de la Fuerza Aérea con las barras doradas en lugar de las charreteras, que había adquirido en Dover. Una parte la habían confeccionado para otro hombre y permaneció a la espera mientras se lo ajustaban apresuradamente, aunque de hecho le sentaba bastante bien.
Además de sus padres, se había reunido en el salón más de una docena de personas. La frívola conversación se apagó en cuanto él entró para continuar luego en cuchicheos que le siguieron a través de la sala. Su madre acudió a su encuentro con el rostro sereno pero la expresión petrificada; notó lo tensa que estaba cuando se inclinó para besarle en la mejilla.
—Lamento aparecer de esta guisa sin avisar —se disculpó—. No esperaba encontrar a nadie en casa. Sólo me voy a quedar esta noche, salgo hacia Escocia por la ma?ana.
—?Oh, cuánto lo lamento, cielo! Estamos muy contentos de tenerte aquí, aunque sea por tan poco tiempo —dijo—. ?Conoces a miss Montagu?
Los invitados eran en su mayoría amigos de toda la vida de sus padres a quienes no conocía demasiado bien, pero tal y como había sospechado que podría suceder, todos sus vecinos habían asistido a la fiesta, y Edith Galman había acudido con sus padres. No estaba seguro de si alegrarse o lamentarlo. Sentía que debía alegrarse de verla, ya que de otro modo la oportunidad hubiera tardado mucho en presentarse. Las miradas que le lanzaban todos los huéspedes, profundamente incómodos, daban la sensación de chismorreo soterrado y se sintió totalmente incapaz de enfrentarse a la joven en un escenario tan público.
La expresión de Edith cuando se había inclinado para besarle la mano no revelaba indicio alguno de sus sentimientos. Por temperamento, no se alteraba con facilidad, y si las noticias de su llegada la habían perturbado, ya había recuperado el aplomo.
—Me alegro de verte, Will —dijo llena de calma.
Aunque no descubrió ninguna nota de afecto en su voz, al menos tampoco parecía enojada ni ofendida.
Por desgracia, no tuvo ocasión de conversar con ella en privado de manera inmediata, ya que había trabado conversación con Bertram Woolvey y le dio la espalda en cuanto terminaron de saludarse con sus acostumbrados buenos modales. Woolvey le saludó amablemente con la cabeza, pero no hizo ademán de cederle su lugar. Aunque sus padres se movían en los mismos círculos, Woolvey era el único heredero de su progenitor, de modo que no necesitaba dedicarse a ningún tipo de ocupación. Pasaba el tiempo cazando en la campi?a o arriesgando grandes sumas en el juego, ya que en modo alguno se sentía atraído por la política. Laurence encontraba su conversación aburrida y jamás habían sido amigos.
En cualquier caso, no podía dejar de presentar sus respetos al resto de los invitados. Resultó difícil encontrar miradas francas y ecuánimes, y lejos de una buena acogida, lo único con lo que se encontró fue con la reprobación de muchos y la lástima de otros. El peor momento con diferencia se produjo al llegar a la mesa donde su padre jugaba al whist. Lord Allendale miró la chaqueta de su hijo con manifiesta desaprobación y no le dirigió la palabra.
El incómodo silencio que se hizo en aquel rincón de la habitación resultó muy violento. Su madre lo salvó al pedirle que fuera el cuarto jugador en otra mesa Se sentó agradecido y se zambulló en las complejidades de la partida. Sus compa?eros de mesa eran caballeros mayores, lord Calman y otros dos amigos y aliados políticos de su padre. Se consagraron al juego y no le importunaron con ninguna conversación que rebasara lo correcto.
No pudo evitar mirar de soslayo a Edith de vez en cuando, aunque no logró oír el sonido de su voz. Woolvey continuaba monopolizando su compa?ía, y no sintió sino desagrado al ver lo mucho que se inclinaba sobre ella y que le hablaba tan de cerca. Lord Galman consiguió con tacto que se centrara en las cartas para evitar que su distracción los demorara de nuevo Laurence se disculpó avergonzado con los jugadores e inclinó la cabeza para examinar la mano de naipes.
—Supongo que se dirigirá a Loch Laggan —dijo el almirante McKinnon, concediéndole unos momentos para retomar el hilo del juego—. De ni?o, viví no muy lejos de allí y un amigo mío reside cerca del pueblo. Solía ver los vuelos por encima de nuestras cabezas.
—Sí, se?or. Nos entrenamos allí —contestó Laurence mientras descartaba una carta.
El vizconde Hale, a su izquierda, continuó el juego, y lord Galman se hizo con la baza.
—La gente de allí es un poco rara. La mitad del pueblo entra en el Cuerpo. Los lugare?os suben, pero los aviadores no bajan, excepto alguna vez, cuando van al pub a ver a alguna de las chicas. Al menos, es más fácil que en el mar. Ja, ja!