Todos los alféreces parecían tener menos de doce a?os mientras que los guardiadragones eran de mayor edad, lo mismo que los guardiamarinas a bordo de una nave, y los cuatro mayores acudieron tambaleándose bajo el peso de una cadena cubierta de cuero firmemente ce?ido que arrastraron delante de Laetificat. El dragón la alzó y la colocó sobre su lomo, enfrente de la tienda, y los alféreces se apresuraron a asegurar el resto del arnés con multitud de cinchas y cadenas más peque?as.
Usando esa cincha, colgaron una especie de coy confeccionado con eslabones de cadenas debajo del vientre de Laetificat, en cuyo interior vio su propio baúl zarandeado junto a un grupo de otras bolsas y paquetes. Se estremeció por la forma irregular en que estaban estibando el equipaje, por lo que agradeció doblemente el cuidado con el que lo había empaquetado. Estaba seguro de que aunque el baúl diera mil vueltas no se iba a abrir y sus cosas no caerían en un completo caos.
Una enorme almohadilla de piel y lana, tal vez del grosor del brazo de un hombre, yacía en lo más alto; entonces alzaron los bordes del coy y los abrocharon al arnés lo más holgadamente posible, extendiendo el peso de los contenidos y acercándolos tanto como se pudo al vientre del dragón. Laurence experimentó una sensación de insatisfacción ante tales medidas. En su fuero interno se propuso encontrar una disposición mejor para Temerario cuando llegara el momento.
Sin embargo, el proceso ofrecía una ventaja significativa sobre los preparativos navales: se invirtieron quince minutos desde el principio al final, y después se vio a un dragón que lucía todo el liviano equipo de servicio. Laetificat se encabritó sobre las patas traseras, sacudió las alas y las batió media docena de veces. Levantó un vendaval tan fuerte que hizo tambalear a Laurence, pero el equipaje ensamblado no se movió de forma apreciable.
—Todo está bien sujeto —afirmó Laetificat mientras se dejaba caer de nuevo sobre las cuatro patas.
El suelo tembló a causa del impacto.
—Vigías a bordo —ordenó Portland.
Cuatro alféreces subieron y tomaron posiciones en los hombros y las caderas, arriba y abajo, enganchándose ellos mismos al arnés.
—?Ventreros y lomeros, a bordo!
Treparon dos grupos de ocho guardiadragones, uno se dirigió al receptáculo de arriba y el otro al de abajo. Laurence se sorprendió al percibir la gran capacidad de ambos recintos, parecían peque?os sólo en comparación con el inmenso tama?o de Laetificat.
Los siguientes en seguir a la tripulación fueron una docena de fusileros, que habían permanecido revisando y cargando las armas mientras el resto instalaba el equipamiento. Laurence se percató de que los conducía el teniente Dayes y torció el gesto. Con las prisas, se había olvidado de aquel tipo. No se había disculpado y ahora lo más probable era que no volvieran a verse uno a otro durante mucho tiempo. Tal vez eso fuera lo mejor. Laurence no estaba muy seguro de poder aceptar la disculpa después de haber escuchado el relato de Temerario y, como era imposible desafiar a un compa?ero, la situación hubiera sido de lo más incómoda, por decirlo con suavidad.
Portland anduvo una vuelta completa repasando los flancos y el vientre del dragón después de que hubieran subido los fusileros.
—Muy bien, ?personal de tierra, suban a bordo!
El pu?ado de hombres restantes subió por las jarcias de la panza del dragón y se ataron al arnés. Sólo entonces subió Portland en persona. Laetificat lo alzó directamente. Repitió la inspección en lo alto, desenvolviéndose por el arnés con la misma facilidad que los peque?os alféreces y al final se dirigió a su posición en la base del cuello del dragón.
—Creo que estamos preparados. ?Capitán Laurence?
Tardíamente comprendió que seguía en tierra. El proceso le había interesado tanto que no había montado. Se dio la vuelta, pero Temerario extendió una pata con cuidado y lo izó a bordo, imitando la acción de Laetificat, antes de que tuviera ocasión de encaramarse al arnés. Laurence sonrió para sí y palmeó el cuello del dragón.
—Gracias, Temerario —dijo sujetándose al arnés. Portland había dictaminado, aunque con aire de desaprobación, que aquel arnés improvisado era adecuado para el viaje. Le llamó—: Estamos listos, se?or.
Laurence asintió. Temerario se preparó y saltó, y el mundo se disipó debajo de ellos.
El Mando Aéreo estaba situado en la campi?a al sureste de Chatham, lo bastante cerca de Londres para permitir las consultas diarias con el Almirantazgo y la Oficina de Guerra. Había sido una hora de cómodo vuelo desde Dover, con los ondulantes campos verdes que tan bien conocía extendidos a sus pies como si fuera un tablero de ajedrez y en lontananza Londres, una púrpura e imprecisa insinuación de torres.