—Alto ahí. No hay duelos en la Fuerza Aérea —dijo Portland—. Andrews, por amor de Dios, llévale a la cama y adminístrale un poco de láudano.
El joven que aferraba el brazo izquierdo de Dayes asintió y en compa?ía de los otros tres arrastró fuera de la estancia al teniente, que no dejó de forcejear, y dejaron solos a Laurence y Portland, además de Fernáo, que permanecía con rostro inexpresivo en un rincón, sosteniendo una bandeja con una licorera de oporto.
Laurence giró sobre sus talones en dirección a Portland.
—No puede esperar que un caballero tolere un comentario como ése.
—La vida de un aviador no le pertenece del todo. No puede permitirse arriesgarla sin sentido —replicó con voz cansina—. No hay duelos en la Fuerza Aérea.
La repetida afirmación tenía el marchamo de ley, y Laurence se vio obligado a ver un sentido de justicia en ella. Su mano se relajó mínimamente, aunque el arrebol de la ira no abandonó su rostro.I
—En ese caso, se?or, él ha de disculparse ante mí y la Armada. Era un comentario indignante.
—Y supongo —repuso Portland—que usted jamás ha efectuado ni escuchado comentarios igualmente ultrajantes, pero referidos a los aviadores o la Fuerza Aérea.
Laurence enmudeció ante la manifiesta amargura de la voz de Portland. Jamás se le había ocurrido que seguramente los aviadores oían ese tipo de comentarios y les ofendían. Ahora caía en la cuenta de lo violento que debía de ser aquel resentimiento, dado que el código del Cuerpo ni siquiera les permitía responder.
—Capitán —dijo al fin, con más sosiego—, si esa clase de comentarios se han hecho en mi presencia, le aseguro que nunca he sido responsable de los mismos y me he manifestado contra ellos con la mayor contundencia posible. Jamás he oído de buen grado palabras despectivas contra ninguna división de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, ni lo haré.
Ahora le tocó el turno de callar a Portland, que finalmente, aunque a rega?adientes, dijo:
—Le he acusado de manera injusta. Me disculpo. Espero que también Dayes le presente sus disculpas cuando se encuentre menos consternado. No hubiera hablado de ese modo de no haber sufrido una decepción tan amarga.
—Deduzco de sus palabras que conocía el riesgo —aventuró Laurence—. No debería haber albergado unas expectativas tan elevadas. Seguramente esperaba tener éxito con un dragón recién salido del cascarón.
—Aceptó el riesgo —replicó Portland—. Ha empleado su derecho a un ascenso. No se le permitirá hacer otro intento a menos que se gane otra oportunidad bajo fuego enemigo, y eso es poco probable.
De modo que Dayes se encontraba en la misma posición que Riley había ocupado antes del último viaje, salvo que tal vez tuviera incluso menos oportunidad dado lo poco numerosos que eran los dragones en Inglaterra. Seguía sin poder perdonar el insulto, pero comprendía mejor la emoción y no podía sino compadecer al pobre diablo, que, al fin y al cabo, sólo era un muchacho.
—Entiendo. Estaré encantado de aceptar una disculpa —dijo; no se podía permitir llegar más lejos.
Portland parecía tranquilizado.
—Me alegro de oír eso —admitió—. Ahora creo que sería mejor que fuera a hablar con Temerario. Le ha echado de menos y creo que no le ha complacido que le pidieran que aceptara a un sustituto. Espero que ma?ana hablemos de nuevo. No hemos tocado su dormitorio, por lo que no necesita cambiar de habitación.
Laurence necesitaba algo de ánimo mientras, momentos después, se dirigía dando grandes zancadas hacia el campo. Pudo distinguir la mole de Temerario a la luz de la media luna conforme se acercaba. El dragón permanecía aovillado sobre sí mismo y casi inmóvil.
—Temerario —le llamó mientras cruzaba la puerta.
La orgullosa cabeza se levantó de inmediato.
—?Laurence?
Era doloroso oír aquella nota de duda en su voz.
—Sí, aquí estoy —contestó Laurence, que cruzaba el campo en dirección al dragón a tanta velocidad que al final casi corría.
Temerario dobló las patas delanteras y le rodeó con las alas estrechándole con cuidado mientras entonaba un débil y profundo canturreo. Laurence le acarició el reluciente hocico.
—Dijo que no te gustaban los dragones y que querías volver a tu barco. —Temerario hablaba muy despacio—. Dijo que volabas conmigo sólo en cumplimiento del deber.
Laurence se quedó sin aliento de la rabia. La hubiera emprendido a pu?etazo limpio con Dayes de haberlo tenido delante.
—Mentía, Temerario —aseguró con dificultad, medio ahogado por la rabia.
—Sí, eso pensé —dijo el dragón—, pero no era agradable de oír, e intentó tirar de mi cadena. Eso me enfureció. No se marchó hasta que le expulsé y entonces seguías sin venir. Pensé que él te impedía acercarte, pero no sabía dónde ir en tu busca.
Laurence se inclinó hacia delante y frotó la suave y cálida piel contra su mejilla.