El despacho de Lenton se encontraba cerrado, pero el capitán James estaba sentado en el club de oficiales, comiendo casi con tanta voracidad como su dragón. El resto de los capitanes lo rodeaban, escuchando las noticias.
—Nelson me ordenó que esperara. Dijo que saldría del puerto antes de que me diera tiempo a trazar otro circuito —explicaba James con voz amortiguada, pues tenía la boca llena de tostada. Mientras, Sutton intentaba dibujar la escena en una hoja de papel—. Yo no le creí del todo, pero lo cierto es que el domingo por la ma?ana los franceses salieron, y el lunes temprano nos topamos con ellos en el cabo de Trafalgar.
James se bebió de golpe una taza de café, mientras toda la compa?ía aguardaba impaciente a que terminase. Después apartó el plato por un instante para tomar el papel de Sutton.
—A ver —dijo, y dibujó unos círculos peque?os para se?alar las posiciones de cada nave—. Veintisiete y doce dragones de los nuestros, contra treinta y tres y diez de ellos.
—?En dos columnas? ?Rompieron sus líneas dos veces? —preguntó Laurence, estudiando con satisfacción el diagrama.
Era el tipo de estrategia capaz de desorganizar a los franceses, pues sus tripulaciones, mal entrenadas, difícilmente podrían haber rehecho la formación.
—?Cómo? Ah, ya, los barcos. Sí, estaban a barlovento con Excidium y Laetificat, y a sotavento con Mortiferus —dijo James—. En la vanguardia tuvieron que bregar duro, os lo aseguro. Las nubes de humo eran tan densas que no conseguía distinguir los mástiles desde arriba. En un momento dado di por seguro que la Victoria había estallado. Los espa?oles habían enviado contra ella a uno de esos peque?os dragones Flecha de Fuego, y venía a tal velocidad que los ca?ones no podían repelerlo. La Victoria ya tenía todas las velas en llamas cuando Laetificat lo hizo huir con el rabo entre las piernas.
—?Cuáles han sido nuestras pérdidas? —preguntó Warren; y su voz calmada penetró como un cuchillo entre la emoción y el ardor de los hombres.
James meneó la cabeza.
—Fue un auténtico ba?o de sangre, no exagero —respondió en tono sombrío—. Estimo unas bajas cercanas al millar de hombres, y el pobre Nelson ha estado a un tris de morir: el dragón de fuego prendió una de las velas de la Victoria, que le cayó encima cuando estaba en el alcázar. Un par de tipos rápidos de mente le echaron un barril de agua encima, pero según dicen las medallas se le han fundido sobre la piel, así que a partir de ahora tendrá que llevarlas encima a todas horas.
—Mil hombres… Que Dios los acoja —dijo Warren.
Las conversaciones cesaron. Después se reanudaron, y aunque al principio sonaban un tanto apagadas, la emoción y la alegría se sobrepusieron paulatinamente a otras emociones que tal vez habrían sido más apropiadas para aquel momento.
—Espero que me disculpen, caballeros —dijo Laurence, casi a gritos, pues las voces habían vuelto a subir de tono, lo que le impedía por el momento recopilar más información—. Le he prometido a Temerario que volvería enseguida. James, supongo que los informes sobre el fallecimiento de Bonaparte son falsos.
—Sí, y es una pena. A menos que haya sufrido una apoplejía al recibir las noticias —respondió James, lo que provocó una gran carcajada en todos que, siguiendo la progresión general, se convirtió en una ronda de Corazón de roble; el himno oficial de la Armada británica acompa?ó a Laurence mientras salía por la puerta y después por toda la base, ya que los hombres del exterior se unieron al canto.
Cuando el sol se levantó, el refugio estaba medio vacío. Casi nadie había podido dormir. Era inevitable que el estado de ánimo dominante fuera una alegría que rozaba el punto de la histeria, pues los nervios que habían llegado al límite de la tensión se habían relajado de golpe. Lenton ni siquiera intentó llamar al orden a los hombres, e hizo la vista gorda cuando salieron de la base para desparramarse por la ciudad, llevar las buenas noticias a aquellos que aún no las habían escuchado y entremezclar sus voces con el regocijo general.
—Sea cual sea el plan de invasión que Bonaparte tenía planeado, seguro que esto le ha puesto fin —dijo Chenery esa misma tarde, exultante. Estaban juntos en la balconada y observaban cómo los hombres que regresaban se api?aban en una confusa multitud en el patio de armas. Todos estaban borrachos, pero demasiado felices para organizar peleas, y de cuando en cuando se oían retazos de canciones que llegaban flotando hasta ellos—. ?Cómo me gustaría verle la cara!