Pero no hice nada de eso.
Me levanté y fui a su habitación. Entré sin llamar. Leah estaba en la cama, hecha un ovillo entre las sábanas enredadas, y yo avancé hasta dejarme caer a su lado. Su olor suave y dulce me sacudió. Ignoré mi sentido común cuando alcé un brazo y le rodeé la cintura. La apreté contra mi cuerpo, odiando que estuviese de espaldas y que no me dejase verla.
—Perdóname, cari?o…
Ella volvió a sollozar. Esta vez más débil.
Mantuve mi mano presionando sobre su estómago y su cabello revuelto me hacía cosquillas en la nariz. Solo quería que dejase de llorar y, al mismo tiempo, que siguiese haciéndolo, que se vaciase entera…
Me quedé junto a ella en la oscuridad hasta que se calmó. Cuando su respiración se volvió más tranquila, supe que se había dormido y pensé que tenía que soltarla y marcharme. Lo pensé…, pero no lo hice. Permanecí despierto a su lado durante lo que parecieron horas y, en algún momento, debí de quedarme dormido, porque cuando volví a abrir los ojos, la luz del sol se colaba a través de la ventana peque?a de la habitación.
Leah me estaba abrazando; sus piernas enredadas entre las mías y sus manos sobre mi pecho. Me dio un vuelco el corazón. La miré, dormida en mis brazos. Recorrí su rostro apacible, las mejillas redondeadas y las pecas difuminadas por el sol que tenía alrededor de la nariz respingona.
Noté un tirón en el estómago.
Solo quería besarla. Solo eso. Y me asusté, porque no tenía nada que ver con el deseo. Me imaginé haciéndolo. Inclinarme y rozar sus labios, cubrirlos con los míos, lamerlos con la lengua lentamente, saboreándola…
Leah se removió inquieta. Parpadeó y abrió los ojos. No se apartó. Tan solo alzó un poco la barbilla y me miró. Contuve la respiración.
—Dime que no me odias.
—No te odio, Axel.
Le di un beso en la frente y nos quedamos allí, en el silencio de la ma?ana, abrazados en su cama sin decirnos nada, con su mejilla apoyada sobre mi pecho y mis dedos hundiéndose en su pelo mientras me esforzaba por mantener el control.
72
LEAH
Era un día soleado, a pesar de que había algunas nubes enmara?adas. Lo sé porque, mientras recorríamos la carretera hacia Brisbane, tenía la frente pegada al cristal de la ventanilla del asiento trasero y pensaba en lo bonito que era el azul cobalto del cielo. Intenté calcular qué pinturas usaría para recrearlo, qué tonalidades exactas…
—?Cómo van esos nervios, cari?o? —preguntó mi madre.
—Bien. —Me llevé las manos al cuello y volví a caer en la cuenta de que me había dejado los auriculares en casa. Deslicé los dedos por el cinturón de seguridad—. Papá, ?puedes pasar esta canción?
Lo hizo y empezó a sonar Octopus’s garden.
íbamos de camino a la galería de un amigo de mis padres que dos semanas atrás había venido a casa y se había interesado por un cuadro mío que estaba colgado en el salón. Nos había comentado que pensaban hacer una peque?a exposición de jóvenes promesas con entrada gratuita y que nos reuniésemos con él en Brisbane para conocer a sus otros socios y ver si algo del material que tenía yo podía encajarles.
—Podemos comer al terminar, conozco un sitio cerca de la galería en el que hacen los mejores revueltos de todo lo que puedas imaginar: de setas, de gambas, de beicon, de espárragos… —Papá se echó a reír cuando mi madre le dijo que había pillado el concepto de ?todo? y yo le pedí que cambiase a la siguiente canción.
?Here comes the sun. Here comes the sun.?
—Me encanta esta canción. —La tarareé animada.
—El buen gusto se hereda —contestó papá.
Yo sonreí cuando me miró a través del espejo retrovisor y me gui?ó un ojo. Y un segundo después, solo uno, el mundo entero se congeló y dejó de girar para mí. La canción cesó de repente y el ruido ensordecedor de la carrocería del coche quebrándose me taladró los oídos. El vehículo dio vueltas y vueltas, y con un grito atascado en la garganta que nunca llegó a escapar, yo solo atisbé a ver un surco verde borroso que significaba que nos habíamos salido de la calzada. Después… solo silencio. Después… solo un vacío inmenso.
Me dolía todo el cuerpo y tenía el labio abierto y el sabor metálico de la sangre en la boca. No podía moverme. Tragué; era como tener una piedra en la garganta. No logré ver a mi madre, pero sí a papá, su rostro ensangrentado, la brecha en la cabeza…
—Papá… —susurré, pero nadie contestó.
73
AXEL
Esa semana la dejé con su dolor, lamiéndose las heridas.
Leah estuvo callada. Iba al instituto por las ma?anas y yo me quedaba apoyado en la valla de madera observándola pedalear hasta que desaparecía al final del camino. Después me tomaba el segundo café, trabajaba y contaba los minutos hasta que ella regresaba. Comíamos sin decirnos demasiado; ella un poco ausente, yo fijándome en cada uno de sus gestos.
El problema con Leah era que no me hacía falta hablar para ir viendo más y más de ella cada día, para observarla recomponerse poco a poco, recoger los pedazos del suelo, guardárselos en los bolsillos, y ver cómo después se esforzaba por encajarlos entre ellos y unirlos de nuevo. La habría ayudado a hacerlo si me lo hubiese pedido, pero sabía que a veces hay caminos que uno debe recorrer solo.
74
LEAH
Fue liberador. Y duro. Y doloroso.
Fue volver atrás, a ese momento, recordarlo, afrontarlo, dejar de verlo como algo irreal o lejano, y aceptar que había ocurrido. A mí. A nosotros.
Que un día una mujer se quedó dormida al volante después de salir de un turno de doce horas en el hospital y chocó contra nuestro coche sacándonos de la carretera. Que mis padres murieron en el acto. Y, sobre todo, que no iban a volver. Esa era la realidad. Mi vida ahora.
75
LEAH
—?Te apetece que este sábado vayamos a Brisbane?
—?Para qué? —Miré a Axel, que estaba en la hamaca.