Bruja mala nunca muere

Apoyándome en un taburete me incliné encima del mostrador para echar un vistazo por detrás. Al poner el culo en pompa no solo distraje a la clientela masculina, sino que además logré una interesante perspectiva. Sí, era degradante si lo pensaba bien, pero funcionaba. Me incorporé para ver la sonrisa de satisfacción del camarero, que pensaba que lo había hecho para verlo de arriba abajo, pero yo estaba más interesada en la mujer que, como comprobé, estaba subida a una caja.

 

Tenía la altura adecuada, estaba en el lugar preciso y Jenks la había identificado. Parecía más joven de lo que yo esperaba, pero cuando ya tienes ciento cincuenta a?os seguro que has aprendido algunos secretos de belleza. Jenks resopló en mi oído como un mosquito engreído.

 

—Te lo dije.

 

Volví a acomodarme en el taburete y el camarero me devolvió mi carné junto con una bebida y una cuchara: una isla de helado en un vaso con Baileys, mmm. Guardé el carné y le regalé un gui?o sexi. Dejé la copa donde estaba para girarme como si mirase a los clientes que acababan de entrar. Se me aceleró el pulso y me temblaban las manos. Era hora de ponerse a trabajar.

 

Eché un rápido vistazo alrededor para asegurarme de que nadie me observaba y volqué la copa. Solté un gritito ahogado y traté de cogerla intentando al menos salvar el helado.

 

Una oleada de adrenalina me golpeó cuando la camarera interceptó mi mirada de disculpa con la suya condescendiente. La sensación me resultaba más valiosa que el cheque que encontraba cada semana en mi mesa, pero sabía que desaparecería tan rápido como había llegado. Estaban subestimando mi talento, ni siquiera necesitaría un hechizo para este caso.

 

Si esto era lo único que la SI pensaba asignarme, quizá me conviniera más mandar a paseo el sueldo fijo y trabajar por mi cuenta. No había muchos que abandonasen la SI, pero conocía al menos un precedente. León Bairn era una leyenda viva antes de hacerse independiente, después echó a perder su vida en seguida por culpa de un mal hechizo. Según se rumorea la SI le puso precio a su cabeza por romper su contrato de treinta a?os. Pero eso fue hace más de una década. Los cazarrecompensas morían frecuentemente por culpa de presas más listas que ellos o con más suerte. Echarles la culpa a los mercenarios de la propia SI era bastante ruin. Nadie dejaba la SI simplemente porque el sueldo era bueno y el horario flexible.

 

Claro, pensé, ignorando la se?al de alarma que había despertado en mí. La muerte de León Bairn se había exagerado. Nunca se probó nada y la única razón por la que aún conservaba mi trabajo era porque legalmente no podían echarme. Quizá debiera irme por mi cuenta. No podía ser peor de lo que ya estaba haciendo ahora. Seguro que se alegran de perderme de vista, pensé con una sonrisilla. Rachel Morgan, cazarrecompensas privada. Defiendo sus derechos y vengo sus afrentas.

 

Mi sonrisa desapareció cuando la camarera, solícitamente, pasó un pa?o entre mis codos para recoger la bebida derramada. Se me aceleró la respiración. Con la mano izquierda atrapé el pa?o y a la camarera. Con la derecha cogí las esposas y se las cerré alrededor de las mu?ecas. Estaba hecho en un instante. Ella parpadeó, perpleja, ?joder, qué buena soy!

 

La mujer abrió los ojos de par en par al darse cuenta de lo que había pasado.

 

—?Rayos y truenos! —gritó, sonando incluso elegante con su acento irlandés. El suyo era auténtico—. ?Qué demonios te crees que haces?

 

El subidón se me pasó y suspiré mirando la solitaria cucharada de helado que me quedaba en la copa.

 

—Seguridad del Inframundo —dije, sacando mi identificación. Ya no había prisas—. Estás acusada de inventarte un arco iris con el propósito de justificar los ingresos generados por dicho arco iris; de no solicitar los impresos para dicho arco iris; de no notificar a las Autoridades del Arco Iris el final de dicho arco iris…

 

—?Eso es mentira! —gritó la mujer, retorciéndose en las esposas. Sus ojos se movían desesperados por el bar mientras todo el mundo la miraba—. ?Es todo mentira! Encontré el caldero legalmente.

 

—Tienes derecho a mantener la boca cerrada —improvisé mientras aprovechaba el resto del helado. Notaba el frío en la boca y un toque a alcohol que no podía sustituir la oleada de adrenalina—. Si no ejerces tu derecho a cerrar el pico te lo cerraré yo misma.

 

El camarero golpeó el mostrador con la mano abierta.

 

—?Cliff! —bramó, sin rastro de acento irlandés—. Pon el cartel de ?Se busca camarera? en la ventana y luego ven aquí a ayudarme.

 

—Sí, jefe —se oyó a lo lejos responder a Cliff con total desgana.

 

Dejando la cuchara a un lado agarré a la leprechaun y la arrojé al suelo antes de que encogiese aun más. Se hacía más peque?a conforme los amuletos de mis esposas contrarrestaban su hechizo de tama?o.

 

—Tienes derecho a un abogado —le dije mientras guardaba mi identificación—. Si no puedes pagarte uno, estás lista.

 

—?No puedes arrestarme! —amenazó la leprechaun, debatiéndose mientras los gritos de la audiencia se hacían más entusiastas—. Unos aros de acero no van a detenerme. Yo he escapado de reyes y sultanes y de odiosos ni?os con redes.