Intenté rizarme un mechón de pelo húmedo por la lluvia mientras miraba cómo se retorcía y luchaba, percatándose finalmente de que estaba pillada. Las esposas encogían con ella, dejándola atrapada.
—Me libraré de esto en un momento —dijo entrecortadamente, deteniéndose para mirar sus mu?ecas—. ?Oh, por amor de Dios! —dijo desanimada al ver la luna amarilla, el trébol verde, el corazón rosa y la estrella naranja que decoraban mis esposas—. Ojalá el perro del diablo te muerda una pierna. ?Quién te ha soplado lo de los amuletos? —se detuvo a mirarlos más de cerca—. ?Me has cogido con cuatro?, ?solo cuatro? Creía que los antiguos ya no funcionaban.
—Puedes llamarme anticuada —dije mirando a mi copa—, pero cuando algo funciona es mejor no cambiarlo.
Ivy pasó junto a mí con sus dos vampiresas con capa negra delante de ella, elegantes en su desgracia. Una empezaba a mostrar un cardenal bajo el ojo, la otra cojeaba. Ivy no era delicada con los vampiros que cazaban a menores y, recordando el poder del vampiro muerto al otro lado del bar, entendía porqué. Alguien con dieciséis a?os no podría resistirse a aquello, ni tampoco querría.
—Hey, Rachel —dijo Ivy muy animada. Parecía casi humana ahora que había terminado su trabajo—. Voy al centro, ?compartimos el taxi?
Mis pensamientos volvieron a la SI, aún considerando el riesgo de convertirme en una autónoma muerta de hambre o pasarme la vida corriendo tras ladronzuelos o vendedores ilegales de amuletos. La SI no iba a ponerle precio a mi cabeza. No, Denon estaría encantado de romper mi contrato. No podía permitirme alquilar una oficina en Cincinnati, pero quizá sí en los Hollows. Ivy pasaba mucho tiempo por aquí, ella sabría dónde podía encontrar algo barato.
—Sí —le contesté, comprobando que sus ojos estaban de un tranquilizador color marrón—. Quiero preguntarte una cosa.
Asintió y empujó a sus dos capturas hacia delante. La multitud se apartó. El mar de ropas negras parecía absorber la luz. El vampiro muerto del fondo movió la cabeza en un gesto de aprobación, como diciendo ?Buen trabajo?, y con un estremecimiento de emoción le devolví el gesto.
—Así se hace, Rachel —canturreó Jenks y le sonreí. Hacía mucho tiempo que no escuchaba algo así.
—Gracias —le contesté, viendo mi pendiente reflejado en el espejo del bar. Apartando la copa, metí la mano en el bolso. Sonreí aun más cuando el camarero me dijo que estaba invitada. Sintiéndome animada por algo más que por el alcohol, me bajé del taburete y tiré de la leprechaun dando tumbos. La idea de una puerta con mi nombre en letras doradas me gustó. Significaba la libertad.
—?No, espera! —gritó la leprechaun mientras cogía mi bolso y la empujaba hacia la puerta—. ?Deseos! Tres deseos. Si me dejas ir te concedo tres deseos.
La conduje hacia la cálida lluvia delante de mí. Ivy ya tenía un taxi y había metido a sus capturas en el maletero para que el resto tuviéramos más sitio. Aceptar deseos de un delincuente era garantía de terminar mal; si te pillaban, claro.
—?Deseos? —dije, ayudando a la leprechaun a subir al asiento trasero—. Ahora hablamos.
Capítulo 2
—?Qué has dicho? —le pregunté a Ivy girándome en el asiento delantero para verla. Hacía gestos en vano allí atrás. El ritmo del limpiaparabrisas y la música pugnaban por sobreponerse el uno al otro en una extra?a mezcla de solos de guitarra e intermitentes chirridos contra el cristal.
Rebel Yell sonaba a todo volumen en la radio. No podía competir con eso. La buenísima imitación de Jenks de Billy Idol dando vueltas con la bailarina hawaiana pegada al salpicadero tampoco ayudaba.
—?Puedo bajar el volumen? —pregunté al taxista.
—?No tocar! ?No tocar! —gritó con un raro acento, ?de los bosques de Europa, quizá? Su tufillo a almizcle lo clasificaba como un hombre lobo. Alargué la mano hacia el botón del volumen, pero él soltó su peluda mano del volante y me dio un rápido tortazo.
El taxi cambió bruscamente de carril haciendo que todos los amuletos del salpicadero, que parecían caducados por su aspecto, cayeran en mi regazo y en el suelo. La ristra de ajo que colgaba del espejo retrovisor me dio en todo el ojo. Me entraron arcadas al juntarse el hedor con el del ambientador de pino que también se balanceaba del espejo.
—Chica mala —me espetó el taxista, volviendo a su carril y arrojándome hacia él.
—Si soy buena chica —gru?í recolocándome en mi asiento—, ?me dejas bajar la música?
El chófer hizo una mueca. Le faltaba un diente y le faltaría otro más si por mí fuese.
—Vale —dijo—, están hablando ahora.
La música había desaparecido reemplazada por un locutor que hablaba a toda velocidad y aun más alto que el guitarreo.