El accidente

—Ese tipo —dijo Belinda—. Ese con el que tratas tú. Te lo juro por Dios, Ann, por un segundo he pensado, ahí abajo… No sabía qué iba a hacerme. Tengo que hablar contigo. Tenemos que sacar ese dinero de donde sea. Si conseguimos darle aunque solo sean treinta y siete mil, más todo lo que puedas poner tú, te juro por la tumba de mi madre que te lo devolveré.

 

Ann cerró los ojos, pensó en el dinero que necesitaban. A lo mejor su llamada de antes, aquel con el que iba encontrarse dentro de un rato, podría ayudarles a ganar algo de tiempo. Tendría que decirle algo como: ?Ya está, esta será la última vez, de verdad, después de esto no volveré a pedirte nada más?.

 

Era un opción que valía la pena considerar.

 

—Está bien —dijo Ann—. Ya se nos ocurrirá algo.

 

—Necesito verte. Tenemos que hablar de esto.

 

Perfecto.

 

—Vale —dijo Ann—. Salgo ahora. Te llamo desde el móvil dentro de un minuto y decidimos dónde quedamos.

 

—Muy bien —dijo Belinda, casi sollozando—. Jamás tendría que haberme metido en esto. Jamás. Si hubiese imaginado que…

 

—Belinda —dijo Ann con brusquedad—. Te veo dentro de un rato. —Colgó y le dijo a Darren—: La está presionando.

 

—Pues qué bien —repuso él.

 

—Voy a salir.

 

—?Por qué?

 

—Belinda necesita hablar.

 

Darren se pasó los dedos por la cabeza y se tiró del pelo. Parecía a punto de pegar un pu?etazo contra algo.

 

—Sabes que estamos jodidos de verdad, ?no? No tendrías que haber metido a Belinda en esto. Es una imbécil. La gran ocurrencia fue tuya. No mía.

 

—Tengo que irme. —Ann pasó junto a él, cogió la chaqueta, las llaves del coche y el bolso que había en el banco que quedaba cerca de la puerta, y se marchó.

 

Darren se volvió y vio a Emily de pie, asustada, al otro extremo del salón.

 

—?Por qué se pelea siempre todo el mundo? —preguntó la ni?a.

 

—Vete a la cama —le dijo su padre con una voz profunda que fue como un trueno sonando a lo lejos—. A la cama ahora mismo.

 

Emily dio media vuelta y echó a correr.

 

Darren descorrió la cortina de la ventana que había junto a la puerta, vio cómo salía el Beemer de su mujer del camino de entrada y apuntó mentalmente en qué dirección se marchaba.

 

Ann daba gracias por haber recibido la llamada de Belinda justo en ese momento y poder salir de casa. Se lo había puesto en bandeja, pero eso no quería decir que tuviera que ir a verla enseguida. Antes quería quitarse de encima ese otro asunto. Y que Belinda se aguantara un rato. A fin de cuentas, la única culpable de todo era ella.

 

En el puerto, la oscuridad era profunda y se veían las estrellas. La temperatura había bajado más o menos hasta los doce grados. Cada pocos segundos soplaba una ráfaga de viento que hacía caer temblando varias hojas de los árboles.

 

Ann Slocum aparcó cerca del borde del embarcadero y, como la noche estaba fría, decidió esperar dentro del coche con el motor encendido hasta que viera acercarse los faros. Todavía había barcos allí amarrados, pero el puerto estaba desierto. No era mal lugar para encontrarse con alguien cuando no querías que te vieran.

 

Cinco minutos después, unos faros destellaron en su espejo retrovisor. El coche se acercaba justo por detrás de ella, y las luces eran tan intensas que Ann tuvo que mover el espejo para que no la deslumbraran.

 

Abrió la puerta y caminó hasta su maletero. Sus zapatos hacían crujir la grava del suelo a cada paso. El conductor del otro coche abrió la puerta y bajó a toda prisa.

 

—Hola —dijo Ann—. ?Qué estás…?

 

—?Quién era? —preguntó el hombre, cargando hacia ella.

 

—?Quién era quién?

 

—Cuando hablabas conmigo por teléfono, ?quién era?

 

—No ha sido nada, nadie, nada de lo que tengas que preocuparte. ?Quítame las manos de encima!

 

La había agarrado por los hombros y la estaba zarandeando.

 

—?Necesito saber quién era!

 

Ella le plantó las palmas de las manos en el pecho y empujó, obligándolo a retroceder hasta que tuvo que soltarla. Se volvió y quiso regresar a su coche.

 

—No vas a dejarme aquí plantado —gru?ó el hombre, agarrándola del codo izquierdo y obligándola a girar.

 

Ann tropezó, se apoyó en el maletero. él la arrinconó, la aferró por las mu?ecas y se las inmovilizó sobre el coche. Se apretó contra ella y le puso la boca junto al oído.

 

—No pienso soportar más esta mierda —dijo en voz baja—. Todo esto… se ha terminado.

 

Ann lanzó una rodilla hacia arriba y dio en el blanco.

 

—?Joder! —gritó él, y volvió a soltarla.

 

Ann se retorció bajo la mole del hombre, se deslizó contra el maletero y se escabulló por el lado de la puerta del acompa?ante. Había poco más de medio metro entre el coche y el borde del muelle.

 

—Maldita sea, Ann. —El hombre volvió a perseguirla y la agarró de la chaqueta, pero no pudo agarrarla bien y ella consiguió escapar. Pero tiró con tanta fuerza que tropezó y salió despedida hacia el borde.

 

Ann intentó recuperar el equilibrio, pero habría necesitado un metro más para conseguirlo. Al final cayó, y al caer se golpeó la cabeza contra el borde del muelle.