Reina un silencio ensordecedor. Hasta el a?o pasado, cuando, poco antes de Navidad, Rob me sorprendió con el anuncio de que quería divorciarse, siempre me había gustado volver a casa. Estaba orgullosa de la vida que habíamos construido juntos en la casa victoriana sólida y blanca frente a la bahía del cabo Cod, justo al este de la playa pública. Yo misma la había pintado por dentro, había puesto azulejos nuevos en la cocina y en el vestíbulo, había instalado suelos de madera en el piso superior y en el salón y había plantado el jardín, en el que predominaban las hortensias azules y las rosas japonesas rosadas, cuya belleza destacaba en contraste con las paredes de madera blanca.
Entonces, justo cuando finalmente lo había acabado todo y me disponía a relajarme, por fin, en la casa de mis sue?os, Rob me hizo sentar y me anunció, sin levantar la voz y sin mirarme a los ojos, que él también había acabado: con nuestro matrimonio y conmigo.
En el plazo de tres meses, cuando todavía no me había recuperado de la muerte de mi madre por un cáncer de mama ni de la decisión de ingresar a Mamie en un hogar para enfermos de demencia, me tuve que mudar otra vez a la casa de mi madre, ya que no la había podido vender aún. Unos meses después, agotada y desanimada, había firmado los papeles del divorcio y lo único que quería era acabar con todo aquello de una vez para siempre.
La verdad era que me sentía aturdida y comprendí, por primera vez en mi vida, algo que siempre me había intrigado: la manera en que mi madre había conseguido mantenerse siempre tan fría con respecto a los hombres de su vida. Yo nunca había conocido a mi padre: ella ni siquiera me dijo su nombre. Una sola vez, me contó con voz crispada: ?Se marchó hace mucho tiempo. No supo jamás de tu existencia. Tomó una decisión?. Cuando fui creciendo, ella siempre tenía novios con los que pasaba todo el tiempo, aunque, en realidad, nunca los dejaba acercarse demasiado. De ese modo, cuando acababan por dejarla, se limitaba a encogerse de hombros y a decir: ?Estamos mejor sin él, Hope. Ya lo sabes?.
Siempre la consideré una persona insensible, aunque he de admitir que esperaba con ansia aquellos breves períodos entre dos novios, cuando tenía a mi madre toda para mí por algunas semanas. Ojalá lo hubiese comprendido antes, para poder comentarlo con ella.
?Por fin lo comprendo, mamá. Si no los dejas entrar, si no los amas de verdad, no te pueden hacer da?o cuando se marchan?.
Lo malo es que, como para tantas otras cosas de mi vida, ya es demasiado tarde.
Cuando me meto en la ducha para quitarme la harina y el azúcar del pelo y de la piel, faltan pocos minutos para las siete. Sé que —probablemente— debería llamar a Annie a la casa de Rob y disculparme por la manera en que habíamos quedado antes, pero no acabo de decidirme. Además, seguro que está haciendo algo entretenido con él y no conseguiría más que estropeárselo. Dejando aparte lo que siento con respecto a Rob, he de reconocer que la mayor parte del tiempo trata bien a Annie. Da la impresión de que se comunica con ella de una manera en la que yo hace mucho que no lo consigo. Me da mucha rabia que verlos reír juntos con complicidad a veces me haga sentir primero celos, aunque después me alegre por Annie. Es como si estuvieran formando un nuevo retrato familiar, del cual quedo excluida.
Me visto sin mucho esmero —un jersey gris de punto trenzado y unos vaqueros negros ce?idos— y me miro al espejo mientras me cepillo el cabello casta?o oscuro con ondas que me llega hasta los hombros y que, por suerte, todavía no ha empezado a encanecer, aunque, si Annie se sigue comportando así, no tardará en hacerlo. Busco en mi rostro los rasgos de ella, pero, como siempre, es inútil. Curiosamente, no se parece en absoluto ni a Rob ni a mí y por eso una vez, cuando nuestra hija tenía tres a?os, él me preguntó: ??Estás totalmente segura de que es hija mía, Hope?? La pregunta se me clavó en lo profundo del alma. ?Desde luego?, susurré entonces, con lágrimas en los ojos, y él no dijo nada más. Dejando aparte la piel, que adquiría el mismo bronceado parejo y espléndido que la de Rob, la ni?a no tenía casi nada de aquel padre alto, de cabello casta?o y ojos azules.
Examino mis rasgos mientras me aplico una capa de pintalabios color carne y, en las pesta?as claras, un poco de rímel. Aunque los ojos de Annie son de un color gris desigual, como los de Mamie, los míos son de un verde mar poco común, con motas doradas. Cuando yo era más joven, Mamie solía decirme que su apariencia —todo menos los ojos— había saltado una generación y se había depositado en mí. Mi madre, con el cabello casta?o oscuro y liso y los ojos marrones, se parecía a mi abuelo; en cambio, yo soy casi un calco de las viejas fotografías que he visto de Mamie. Sus ojos —pensaba yo— siempre parecían tristes en las fotos viejas y, ahora que los míos acarrean el peso de la vida, nos parecemos más que nunca. Mis labios, muy arqueados —?como el arpa de un ángel?, solía decir Mamie—, eran idénticos a los suyos cuando era joven y en cierto modo tengo la suerte de haber heredado su cutis lechoso, aunque, en el último a?o, me ha aparecido una línea vertical nueva entre las cejas que me hace parecer eternamente preocupada. Claro que, a decir verdad, últimamente las preocupaciones se eternizan.