La lista de los nombres olvidados

—No es más que una cena, Hope —me interrumpe Matt—. No te estoy pidiendo que te cases conmigo.

 

Las mejillas se me ponen rojas como tomates.

 

—No, claro que no —farfullo.

 

Echa a reír y me coge las manos.

 

—Relájate, Hope. —Cuando vacilo, sonríe apenas y a?ade—: Tienes que comer, ?no?

 

—De acuerdo, vale —digo.

 

Justo en aquel momento se abre la puerta de la panadería y entra Annie con la mochila colgada de un hombro y gafas de sol oscuras, aunque ni siquiera ha despuntado el día. Se para en seco y nos mira fijamente un instante; de inmediato sé lo que está pensando. Alejo las manos de Matt, pero es demasiado tarde.

 

—Estupendo —dice. Se quita las gafas con brusquedad, se echa la melena larga y ondulada, color rubio apagado, por encima del hombro y nos clava la mirada de tal modo que sus ojos grises oscuros parecen más tempestuosos de lo habitual—. ?Estabais a punto de, o sea, empezar a daros el lote, si no llego a venir?

 

—Annie —le digo, poniéndome de pie—, no es lo que parece.

 

—Es igual —masculla.

 

Se ha convertido en su expresión preferida.

 

—No le faltes al respeto a Matt —digo.

 

—Es igual —repite y esta vez pone los ojos en blanco, para darle más énfasis—. Me quedaré atrás, así podéis, o sea, seguir con lo que estuvierais haciendo.

 

La observo con impotencia cuando arremete contra las puertas dobles que conducen al obrador. Oigo que arroja la mochila sobre la encimera —el peso hace tintinear los boles de acero inoxidable que dejo apilados allí— y hago una mueca.

 

—Perdona —le digo, volviéndome hacia Matt, que mira fijamente el lugar por el que se ha marchado Annie.

 

—Menuda ni?a —dice.

 

Suelto una risa forzada.

 

—Chavales.

 

—Francamente, no sé cómo se lo aguantas —dice.

 

Le dirijo una sonrisa tensa. Yo puedo estar molesta con mi hija, pero él no.

 

—Está pasando por un mal momento —digo. Me pongo de pie y miro hacia el obrador—. El divorcio ha sido peliagudo para ella. Además, te acordarás de lo que era séptimo. No es precisamente un a?o sencillo.

 

Matt se pone de pie también.

 

—Pero dejas que te hable de una manera…

 

Algo en mi estómago se pone tenso.

 

—Adiós, Matt —le digo, con la mandíbula tan apretada que me hace da?o. Sin darle tiempo a responder, me vuelvo y me dirijo al obrador, con la esperanza de que capte la indirecta y se marche.

 

—No puedes tratar mal a los clientes —es lo primero que le digo en cuanto atravieso las puertas dobles y entro en el obrador.

 

Annie está de espaldas, revolviendo algo en un bol —creo que es la masa para preparar los cupcakes de terciopelo rojo—, y por un momento pienso que no me quiere hacer caso, hasta que me doy cuenta de que tiene puestos unos auriculares. El maldito iPod.

 

—?Oye! —digo en voz más alta.

 

Sigue sin responder, de modo que me sitúo detrás de ella y le quito el auricular de la oreja izquierda. Pega un salto y se vuelve con cara de indignación, como si la hubiese abofeteado.

 

—?Por Dios, mamá! ?Qué te pasa? —protesta.

 

Su expresión airada me desconcierta y por un instante me quedo helada, porque aún veo a la chiquilla dulce que solía trepar a mi regazo para escuchar los cuentos de hadas de Mamie, la que acudía a mí en busca de consuelo cuando se hacía da?o en la rodilla y la que me hacía alhajas de plastilina y quería que me las pusiera para ir al supermercado. Sigue allí, en alguna parte, pero ahora se esconde tras aquella capa glacial. ?Cuándo han cambiado las cosas? Me gustaría decirle que la quiero y que ojalá no tuviéramos que discutir así, pero, por el contrario, me oigo decir con frialdad:

 

—?No te tengo dicho que no te maquilles para ir a la escuela, Annie?

 

Entorna los ojos llenos de rímel y frunce los labios demasiado rojos en una sonrisita de suficiencia.

 

—Papá ha dicho que estaba bien.

 

Maldigo a Rob en mi fuero interno. Parecería que se hubiese propuesto hacer lo posible para desautorizar todas mis órdenes.

 

—Pues yo te digo que no —sostengo con firmeza—, así que vas al cuarto de ba?o y te lavas la cara.

 

—No —dice Annie.

 

Se lleva las manos a las caderas en un gesto de desafío y me lanza una mirada airada, sin advertir aún los chorretones que la masa roja le ha dejado en los vaqueros. Seguro que, cuando se dé cuenta, también me echará la culpa a mí.

 

—No es una cuestión que haya que discutir, Annie —le digo—. Si no me obedeces ahora mismo, te castigo.

 

Percibo la frialdad de mi voz y me recuerda a mi madre. Durante un minuto me aborrezco a mí misma, pero miro a Annie a los ojos, sin pesta?ear.

 

Ella aparta la mirada primero:

 

—?Es igual! —Se arranca el delantal y lo arroja al suelo—. Ni siquiera debería trabajar aquí —grita con las manos en alto—: ?Esto es explotación infantil!

 

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