La lista de los nombres olvidados

Pongo los ojos en blanco. Ya lo hemos discutido diez mil veces: en sentido estricto, no se puede considerar un trabajo, porque no recibe un sueldo; se trata del negocio familiar y espero que ella colabore, como yo ayudaba a mi madre cuando era ni?a y mi madre ayudaba a mi abuela.

 

—No te lo voy a volver a explicar, Annie —le digo, tirante—. ?Prefieres cortar el césped y hacer todas las tareas domésticas?

 

Se marcha muy enfadada y se dirige —supongo— al cuarto de ba?o situado del otro lado de las puertas dobles.

 

—?Te odio! —me replica, mientras desaparece.

 

Las palabras se me clavan en el corazón como dagas, aunque recuerdo que, cuando tenía la edad de Annie, yo se las soltaba a mi madre.

 

—Vale —murmuro, mientras recojo el bol de masa y la cuchara de madera que ha dejado sobre la mesa de trabajo—. ?Alguna otra novedad?

 

A las siete y media, cuando Annie está a punto de marcharse para recorrer a pie las cuatro manzanas hasta el instituto Sea Breeze, todos los pastelillos han salido del horno y la panadería está llena de clientes habituales. Queda todavía otra hornada de nuestro strudel de Rose, relleno de manzanas, almendras, pasas de uva, cáscara de naranja confitada y canela, cuyo olor reconfortante flota por toda la panadería. Kay Sullivan y Barbara Koontz, las dos viudas octogenarias que viven enfrente, miran por la ventana y conversan animadamente mientras beben sorbos de café en la mesa más próxima a la puerta. Gavin Keyes, a quien he contratado para que, a lo largo del verano, me ayude a conseguir que la casa de mi madre vuelva a ser habitable, bebe café y come un éclair, mientras lee un ejemplar del Cape Cod Times. Derek Walls, un joven viudo que vive en la playa, está aquí con sus gemelos de cuatro a?os, Jay y Merri, cada uno de los cuales lame el ba?o que cubre su cupcake de vainilla, aunque solo es la hora del desayuno. Y, de pie delante del mostrador, Emma Thomas, la enfermera cincuentona de la residencia que cuidaba a mi madre cuando entró en fase terminal, trata de decidir con qué pastelillo acompa?ará su té.

 

Cuando estoy a punto de envolverle a Emma una magdalena de arándanos para llevar, Annie pasa a mi lado dando zancadas, con el abrigo puesto y la mochila colgada de un solo hombro. Extiendo la mano y la cojo del brazo, antes de que pueda salir.

 

—Deja que te vea la cara —le digo.

 

—No —farfulla, mirando al suelo.

 

—?Annie!

 

—Es igual —refunfu?a.

 

Mira hacia arriba y veo que se ha aplicado otra capa de rímel y un poco más del espantoso pintalabios. Aparentemente, también se ha puesto una capa de colorete fucsia que no tiene nada que ver con el color sonrosado de sus mejillas.

 

—Quítatelo, Annie —le digo—, y deja aquí el maquillaje.

 

—No me lo puedes quitar —objeta—. Me lo he comprado con mi dinero.

 

Miro alrededor y advierto que la tienda ha quedado en silencio, salvo Jay y Merri, que siguen charlando en el rincón. Gavin me observa con preocupación y las ancianas que están junto a la puerta se me quedan mirando. De pronto, me siento cohibida. Sé que ya parezco la fracasada del pueblo por dejar que mi matrimonio con Rob se fuera al garete —todo el mundo lo considera perfecto y piensan que fui afortunada al casarme con él— y ahora resulta que también como madre dejo mucho que desear.

 

—Annie —le digo, apretando los dientes—, me haces caso ahora mismo y esta vez quedas castigada por desobedecerme.

 

—Los próximos días estaré con papá —me rebate, con una sonrisita de suficiencia—, así que no me puedes castigar. ?Te acuerdas? Ya no vives más allí.

 

Trago saliva. Me niego a permitir que se entere del da?o que me producen sus palabras.

 

—Fantástico —digo alegremente—. Quedas castigada desde el momento en que pises mi casa.

 

Despotrica para sus adentros, mira alrededor y parece darse cuenta de que todos la miran.

 

—Es igual —rezonga y se dirige al cuarto de ba?o.

 

Suspiro y me vuelvo otra vez hacia Emma.

 

—Perdona —le digo y advierto que me tiemblan las manos cuando vuelvo a coger la magdalena.

 

—No te preocupes, guapa. He criado a tres hijas —dice—. Ya se le pasará.

 

Paga y se marcha y entonces veo que la se?ora Koontz y la se?ora Sullivan, que vienen desde que se inauguró la panadería, hace sesenta a?os, se ponen de pie y se van renqueando, cada una con su bastón. Derek y los gemelos también se preparan para irse, de modo que salgo de detrás del mostrador para recoger los platos. Ayudo a Merri a abotonarse la chaqueta, mientras Derek le sube la cremallera a Jay. Merri me da las gracias por el cupcake y les digo adiós con la mano cuando se van.

 

Un minuto después, Annie sale del cuarto de ba?o, afortunadamente sin nada de maquillaje. Tira sobre una de las mesas un tubo de rímel, un pintalabios y una cajita de colorete y me fulmina con la mirada.

 

—Aquí lo tienes. ?Estás contenta? —pregunta.

 

—Contentísima —le respondo con sequedad.

 

Se queda allí un momento, como si quisiera decir algo. Me he armado de valor para resistir algún insulto sarcástico, de modo que me sorprendo cuando se limita a decir:

 

—Dime, ?quién es Leona?

 

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