Abajo
El suelo de tierra del túnel da paso a unas baldosas embarradas con las lechadas negras; el ambiente es húmedo y huele a moho. Al fondo del pasillo hay unas cuantas luces, bajo las cuales revolotean como polillas las cigarras, que chasquean sus alas metálicas. Perdiz coge a su hermana de la cabeza de mu?eca; le pertenece: no está con ella, es de ella. Siente su humanidad —el calor, la sensación subyacente de una mano real, viva— y experimenta un gran deseo de protegerla. Las cosas podrían ponerse feas. Sabe que no debería ser tan protector porque Pressia es más fuerte que él; ha pasado por mucho más de lo que él podría imaginar. La madre de ambos está ahí en alguna parte, pero ?será la mujer que recuerda? Prácticamente todo lo que creía cierto —incluso la muerte de ella— ha resultado ser mentira. Con todo, les dejó todas esas pistas para llevarlos hasta allí, y eso parece algo plausible, maternal.
El hombre al fondo del pasillo tiene los hombros encorvados y una cara de rasgos afilados.
—?Eres puro? —le pregunta Perdiz sin pensar.
—No, no soy puro, aunque tampoco un miserable. Sobreviví aquí dentro. Diría que soy estadounidense pero es una palabra que ya no existe. Supongo que podéis llamarme Caruso. —Les pregunta entonces si quieren ver a su madre.
—Para eso he venido —contesta Perdiz.
—De acuerdo…, aunque ojalá no lo hubieras hecho.
—?Que no hubiera hecho qué?
—Salir de la Cúpula —le explica Caruso—. Tu madre tenía un plan para ti.
—?Qué pensabais hacer si me hubiese quedado?
—Tomarla, desde dentro hacia fuera.
—No lo comprendo. ?Tomarla desde dentro hacia fuera? Eso no es factible.
—No digáis mucho más. Estoy intervenida —les advierte Pressia.
—?Intervenida? ?Quién te ha intervenido?
—La Cúpula.
Caruso se detiene y se queda mirando fijamente a Pressia.
—Bueno, pues entonces que contemplen lo que les parezca, que le den un buen vistazo y no pierdan detalle. Me es indiferente; yo no fui quien destruyó el planeta. No tengo nada de lo que avergonzarme. Hemos vivido aquí en un acto de rebeldía contra ellos, y hemos sobrevivido a pesar de sus muchos esfuerzos por evitarlo. —Se dirige entonces a Perdiz—: Tomar la Cúpula desde dentro es factible si cuentas con un líder allí.
—?Un líder en el interior? Nadie es capaz de algo así. ?Quién es ese líder?
—Bueno, en teoría ibas a ser tú. Hasta que te largaste.
Perdiz siente un ligero mareo y tiene que apoyar una mano en la pared.
—?Yo? ?Yo era el líder interno? Eso no tiene sentido.
—Anda, venid por aquí abajo. Ya te lo explicará tu madre.
Avanzan por el pasillo con las cigarras revoloteando alrededor de sus cabezas, hasta que el hombre se detiene ante una puerta metálica partida por una fila de bisagras por el centro. Baja la vista antes de decirles: —Cuidado. Aribelle no es la que era. Pero si ha sobrevivido ha sido por vosotros. Recordadlo.
Perdiz no sabe a qué se refiere, mira a Pressia y pregunta: —?Estás bien?
La chica asiente.
—?Y tú?
Está aterrado, como al borde de un precipicio. No experimenta una sensación de estar a punto de volver a ser el hijo de su madre o de recuperar parte de su antigua existencia, no: es más como el principio de algo desconocido.
—Sí. Estoy bien —le dice, deseando que sea cierto.
Caruso pulsa un botón y la puerta metálica se pliega hacia un lado.
Pressia
Nubes
Aunque no sabe muy bien por qué, a Pressia la habitación le recuerda las escenas hogare?as de las revistas de Bradwell. Hay un sillón con unos pájaros bordados, una alfombra mullida de lana, una lamparita de pie y unas cortinas que no esconden ninguna ventana; están bajo tierra, lo único que pueden ocultar es más pared.
Sin embargo, dista mucho de ser una entra?able escena hogare?a porque también hay una larga mesa metálica llena de aparatos de comunicación: radios, ordenadores, viejos servidores, pantallas… Pero todo está apagado.
Y pegado a la pared del fondo hay algo más insólito aún, una gran cápsula metálica con una mampara de cristal. Tiene cierto aire acuático que hace que Pressia se acuerde de cuando el abuelo le habló de unos barcos con el suelo de cristal —ratoneras para turistas, como las llamaba él— que paseaban a la gente por los pantanos de Florida y sus orillas pobladas de caimanes. Es raro pensar ahora en Florida; de allí es de donde se supone que volvía cuando su abuelo fue a recogerla al aeropuerto poco antes de las Detonaciones. Disney, el ratón de los guantes blancos… Nunca pasó.
La cápsula metálica con la mampara de cristal le trae también a la memoria a santa Wi, la estatua de la ni?a de la cripta, el ataúd de piedra que había tras el plexiglás.
Y por supuesto a su propio armario, a su casa. ?Ahí es donde vive su madre?
Entran unas cuantas cigarras y se ponen a describir círculos por el techo. Por un momento Pressia se pregunta si Caruso estará loco; no sería tan extra?o después de tantos a?os de confinamiento. ?Se trata de un funeral? ?Su madre está muerta en realidad? ?Es solo una broma cruel?
Perdiz debe de estar pensando lo mismo, porque se vuelve y escruta con la mirada a Caruso, que está en el umbral.
—?Qué son estos bichos?
—Tenemos sesenta y dos. Los ideamos contra la contaminación del aire y la disminución del oxígeno, porque están equipados con oxígeno. Al final no los necesitamos para eso, pero han resultado prácticos para temas de contaminación vírica y fallo orgánico múltiple.
—?Sesenta y dos?
—Todos los que pudimos traer. Llegamos a estar trescientas personas aquí… Científicos con sus familias.
—?Y dónde están ahora?
—Solo quedamos tu madre y yo. Muchos murieron y otros se inflingieron heridas a sí mismos para pasar por supervivientes normales y poder integrarse en el exterior. Todavía tenemos contacto con ellos; así fue como nos enteramos de tu fuga, por rumores. No estábamos seguros de si era verdad hasta que captamos la luz de la piedra azul.
—?También despide luz? —pregunta Pressia.
—Sí, una refracción.
Pressia no está preparada para mirar al otro lado del cristal, de modo que se queda algo por detrás de Perdiz, para que él vaya primero. El chico toma aire y se inclina hasta que Pressia no le ve la cara. Luego ella lo imita y ve una plácida cara de mujer con los ojos cerrados. Es la de la fotografía de Perdiz, su madre. El pelo, rizado y moreno, aunque con canas, le cae en bucles sueltos por la almohada. Sigue siendo guapa a pesar de tener la piel apergaminada y los ojos como amoratados.