Aún de rodillas, Pressia coge un pu?ado de tierra del suelo.
Tiene una bomba en la cabeza. La Cúpula ve lo que ella ve y oye lo que ella oye. Han escuchado todo lo que Bradwell y ella se han dicho por la noche: la confesión de su mentira, el deseo del chico de ver a su padre con un motor en el pecho, la cicatriz de Pressia. Se siente despojada de toda intimidad. Mira a Bradwell, que tiene su hermosa cara contraída por la angustia. Cierra los ojos, se niega a dejarles ver nada. Se presiona la cabeza de mu?eca y la mano llena de tierra contra las orejas. Los mataría de hambre… al enemigo, a la gente que ha asesinado al abuelo y que pueden acabar con ella haciendo estallar su cabeza con un control remoto. Pero eso solo lo empeora; se está castigando a sí misma para castigarlos a ellos. ?Matadme —quiere susurrar—. Acabad con esto?, como si así pudiese lograr que descubriesen su farol. El problema, sin embargo, es que no están tirándose ningún farol.
Vuelve a mirar a Bradwell, que tiene los ojos fijos en ella como si deseara desesperadamente ayudarla. Pero, cuando la llama por su nombre, Pressia sacude la cabeza. ?Qué puede hacer él? Han matado a Odwald Belze y luego le han ordenado a alguien que pula el ventilador que tenía en la garganta, lo envuelva en papel de seda y busque la caja ideal. Y tiene a la gente que le ha hecho eso dentro de la cabeza; es así de simple y de innegable.
Pressia se levanta, todavía con la mano llena de tierra y llorando en silencio, las lágrimas abriéndose paso por su cara.
Perdiz parece mareado con esa expresión que tiene en la cara, mezcla de miedo y de expectación angustiada. Mira a Lyda y al soldado que tiene al lado. Las bestias que vio hace unos días con Il Capitano son soldados que una vez fueron humanos, ni?os. Busca la cigarra con la mirada: se ha posado en una hoja velluda, ha plegado las alas y ha apagado la luz.
El primer soldado que llegó va hacia Perdiz. Pressia hace un esfuerzo por oír, por prestar atención, pero le pitan los oídos.
—Saca a tu madre. No alteres su cuartel. Entréganosla. Te daremos a esta chica. Si no, la mataremos y nos llevaremos a tu madre.
—De acuerdo —se apresura a contestar Perdiz—. Lo haremos.
—Yo no quepo por la ventana —dice Bradwell.
—Ni yo tampoco —advierte Il Capitano—. Con este no. —Se?ala a Helmud.
Uno de los soldados va hasta la ventana, que está ligeramente en pendiente para coincidir con la inclinación de la ladera. Se tira de rodillas contra el cristal y practica un agujero, que empieza a golpear hasta abrirlo del todo a pu?etazo limpio, sin un rastro de sangre en los nudillos.
—Solo el chico de Willux y Pressia.
—Puede que no esté ahí —dice la chica—. Tal vez esté muerta.
El soldado no le dice nada por un instante, como si aguardara a que le confirmasen las órdenes.
—Pues entonces traed el cuerpo.
La ventana es una media luna oscura con una tenue luz procedente del interior. Perdiz entra con los pies por delante y primero tiene que pasar un brazo por debajo de la ventana y luego dejarse caer. Pressia se sienta en el borde de la ventana, donde el suelo está lleno de cristal, mete las piernas y las deja allí colgadas un momento. A continuación siente las manos de Perdiz en sus piernas y mira hacia atrás por última vez: allí están Il Capitano y Helmud, cuyos ojos lanzan miradas de un lado a otro; la pura con la cabeza afeitada y rodeada de los soldados monstruosos que le sacan varias cabezas, y por último Bradwell, la cara llena de mugre y sangre. La está mirando como el que intenta memorizar una cara, como si no fuese a volver a verla jamás.
—Volveré —dice, aunque no es una promesa que se vea capaz de mantener. ?Cómo puede nadie prometer que volverá? Se acuerda de la cara sonriente que dibujó en la ceniza del armario. Fue infantil, estúpido y, además, una mentira.
Se desliza por el borde y cae al otro lado de la ventana. Aun con la ayuda de Perdiz se lastima en la caída.
Han aparecido en una estancia peque?a con el suelo y las paredes de tierra. Solo se puede avanzar en un sentido, por un estrecho pasadizo recubierto de musgo. Cuando mira hacia la ventana solo ve un trozo de cielo cuajado de nubarrones y tapado por unas cuantas ramas de árbol.
Una voz de hombre resuena en el pasillo: —?Por aquí!
En ese momento se perfila una silueta al fondo, aunque a contraluz es difícil distinguir sus rasgos. A Pressia le pasa por la cabeza la palabra ?padre?, pero ni siquiera llega a escribirse del todo. No puede creerlo… no puede creer nada.
Se vuelve hacia Perdiz y le susurra con apremio: —Tengo que saber qué va a pasar con la chica.
—Con Lyda.
—?Vas a entregar a nuestra madre para salvarla?
—Estaba intentando ganar tiempo. Lyda sabe algo, algo del cisne. Pero ?quién está esperando al cisne? ?Qué significa todo eso?
—Vas a entregar a nuestra madre en el caso de que esté viva, ?sí o no? —vuelve a preguntarle Pressia.
—No creo que esa sea mi decisión final.
Pressia lo agarra de la camisa.
—Lo harás, ?eh?, ?lo harás por salvar a Lyda? Yo lo hice, sacrifiqué a mi abuelo, y ahora está muerto.
?Podría haberlo salvado? Si hubiese acatado las órdenes…
Perdiz la mira sin pesta?ear y le pregunta: —?Y qué me dices de Bradwell?
La pregunta la coge por sorpresa.
—?Eso qué tiene que ver?
—?Qué harías por salvarlo?
—Nadie me ha pedido que entregue a mi madre para salvarlo… —?La está acusando de sentir algo por Bradwell?—. No viene al caso.
—?Y si te obligaran a escoger?
Pressia no está segura de qué responder.
—Pues preferiría entregarme a mí misma.
—Pero ?y si no tuvieses esa opción?
—Perdiz —susurra—. Nos están oyendo y viendo. Todo.
—Me importa poco ya. —Tiene los ojos llorosos y apenas un hilo de voz—. Sedge, mi hermano…, no está muerto. Es uno de ellos.
—?De quiénes?
—De las Fuerzas Especiales, uno de los soldados que hay arriba. Lo han convertido en eso… No sé si todavía hay algo de él en su interior, no sé qué le habrán hecho a su alma. No podemos…
Por delante vuelve a oírse la voz del hombre, profunda y firme: —Por aquí. Estamos aquí.
Perdiz va a cogerla de la mano pero la agarra del pu?o de mu?eca. Pressia espera que la suelte pero no es así. Le rodea la cabeza de mu?eca con su mano, como si fuese la buena, y se vuelve para mirarla.
—?Preparada?
Perdiz