?Puros? es como se llama a los que viven en la Cúpula. Los ni?os están obsesionados con los puros; se mencionan en todas las canciones infantiles, a menudo muertos. Pressia se sabe esa rima de memoria, de haber saltado con ella siendo peque?a. Había anhelado lavarse con ese jabón, por estúpido que parezca. Se pregunta si a esas ni?as les pasará lo mismo. ?Cómo será ser puro?, ?qué se sentirá al borrársete las cicatrices, al volver a tener una mano y no una mu?eca en su lugar?
Hay un chiquillo con los ojos muy separados, unos ojos idos, casi a los lados de la cabeza, como un caballo. Está cuidando una fogata en un bidón metálico sobre el que penden dos espetones de carne carbonizada. Lo que hay en los pinchos es peque?o, del tama?o de un roedor. Todos esos ni?os eran bebés cuando las Detonaciones, criaturas fuertes. A los ni?os nacidos antes de las Detonaciones se los llama ?pres? y a los que nacieron después ?posts?. Aunque en teoría los posts deberían ser puros, la cosa no funciona así; las mutaciones causadas por las Detonaciones se enquistaron en los genes de los supervivientes. Los bebés no nacen puros: están mutados, nacen con restos de las deformaciones de sus padres. Los animales también; en lugar de partir de cero, las crías son al nacer un revoltijo cada vez más enrevesado, un híbrido de humanos, animales, tierra y objetos.
Sin embargo, la gente de la edad de Pressia hace una distinción importante: los que recuerdan la vida antes de las Detonaciones y los que no. A veces, tras presentarse, los chavales de su edad juegan al Me Acuerdo, intercambiando recuerdos como si fuesen monedas. Lo íntimo que sea el recuerdo demuestra lo dispuesto que se está a abrirse a la otra persona: la moneda es la confianza. A quienes son demasiado peque?os para acordarse se les tiene tanta lástima como envidia, una mezcla que resulta odiosa. Pressia se sorprende a veces fingiendo recordar más de la cuenta, tomando prestadas las evocaciones de los demás y mezclándolas con las suyas. Pero le preocupa llegar a fantasear hasta tal punto con los recuerdos de los demás que los suyos pierdan verosimilitud. Tiene que aferrarse con todas sus fuerzas a los que conserva.
Se queda mirando una cara tras otra, rostros en los que el fuego arroja sombras, hace resplandecer trozos de metal y vidrio e ilumina cicatrices, quemaduras y nódulos de queloides brillantes. Una de las ni?as alza la vista hacia ella; aunque la reconoce, Pressia no es capaz de ponerle nombre.
—?Quieres un trocito de puro tostadito y crujiente? —le pregunta.
—No —le contesta Pressia con más fuerza de lo que pretendía.
Los ni?os se ríen, excepto el que está cuidando del fuego. Le da vueltas a su espetón con unos dedos peque?os y delicados, como si estuviese dándole cuerda a algo, a una especie de instrumento o motor. Se llama Mikel, y no es como los demás ni?os. Tiene una actitud fría; se nota que ha visto mucha muerte, que hace ya tiempo que perdió a sus padres.
—?Seguro, Pressia? —le insiste Mikel muy serio—. ?No quieres un poquito antes de que te quiten de en medio para siempre?
A ella le sorprende el comentario porque, aunque el chaval tiene una vena de maldad, no suele dirigirla contra ella.
—Muy amable por tu parte, pero paso.
Mikel la mira como desconsolado. Tal vez lo que quería era que Pressia le gritara que nunca iban a quitarla de en medio. A ella, de todas formas, el chico le da pena; esa crueldad suya siempre lo ha hecho vulnerable, justo lo contrario de lo que quiere transmitir.
Ve a lo lejos a Kepperness, el hombre al que ha mencionado el abuelo. Lleva tiempo sin encontrárselo. Calcula que tiene la edad que tendría ahora su padre. Está echando unas cajas vacías en una carretilla y lleva la camisa arremangada, lo que deja a la vista unos brazos incrustados en vidrio, delgados y nervudos. La ve y luego aparta la vista. Lleva unos cuantos tubérculos oscuros en una cesta. Pressia inclina la cabeza hacia delante para esconder las cicatrices de un lado de la cara.
—?Cómo está tu hijo? ?Se le ha curado del todo el cuello? —le pregunta con la esperanza de que el hombre sienta así que le debe algo.
Kepperness se incorpora y estira la espalda con una mueca. Uno de sus ojos brilla con un velo anaranjado tirando a dorado, una catarata de las quemaduras de la radiación, algo bastante corriente.
—Tú eres la chica del Cosecarnes, ?verdad? Su nieta. ?No se supone que no tendrías que rondar ya por aquí? ?No eres demasiado mayor?
—No —le contesta Pressia a la defensiva—. Solo tengo quince a?os. —Hace como que se encoge por el viento pero en realidad intenta parecer más peque?a y joven.
—?Ah, sí? —Kepperness calla y se queda mirándola. Pressia se concentra en el ojo bueno del hombre, el único con el que ve—. Me he jugado la vida por estos tubérculos. Los he cogido de al lado del bosque de la ORS, se habían dejado unos cuantos.
—Pues yo tengo aquí un artículo único, algo que solo alguien con una fortuna importante podría permitirse. Vamos, que no lo puede comprar cualquiera.
—?De qué se trata?
—Es una mariposa.
—?Una mariposa? —pregunta con sorna—. Pues no quedan muchas que digamos.
Es cierto, son bastante raras. Aunque en el último a?o Pressia ha visto unas cuantas más, peque?os presagios de recuperación.
—Es un juguete.
—?Un juguete? —En realidad los ni?os ya no tienen juguetes; juegan con vejigas de cerdo y mu?ecas de trapo remendadas—. Déjame verlo.
Pressia sacude la cabeza y le dice:
—?Para qué quieres verlo si no puedes pagarlo?
—Tú déjame.
La chica suspira y finge cierta reticencia; luego saca la mariposa y se la ense?a desde lejos.
—Más cerca —le dice el hombre. Pressia se da cuenta entonces de que las Detonaciones le da?aron ambos ojos, aunque uno mucho más que el otro.
—Me apuesto algo a que de peque?o tenías juguetes de verdad.
El hombre asiente y le pregunta:
—?Qué hace?
Pressia da cuerda a la mariposa, que, al posarse sobre el carro, empieza a batir las alas.
—Me pregunto cómo era ser ni?o en tu época… La Navidad, los cumplea?os…
—De ni?o creía en la magia. ?Te lo imaginas? —comenta el hombre al tiempo que ladea la cabeza y se queda mirando el juguete—. ?Cuánto?
—Normalmente cobro bastante. Es una evocación de algo del pasado. Pero, por ser tú… con que me des lo que te queda de tubérculos… No necesitamos más.
El hombre le tiende la cesta y la chica se guarda las raíces en la bolsa y le entrega la mariposa al hombre.
—Se la daré a mi hijo. No le queda mucho… —Pressia ya se ha vuelto para irse; oye el ruido del mecanismo de cuerda y el aleteo—. Seguro que le anima un poco.
?No —se dice la chica—. Sigue andando, no preguntes.? Pero se acuerda del hijo, un ni?o muy dulce y fuerte también. No lloró cuando el abuelo le cosió el cuello, y eso que no había nada para el dolor.