—Esto no tiene nada que ver con tu hermano.
El padre apenas era capaz de pronunciar el nombre del hermano. Desde que falleció, Perdiz lleva la cuenta del número de veces que se lo ha oído decir a su padre: las puede contar con los dedos de una mano. Su madre murió intentando ayudar a supervivientes a alcanzar la Cúpula el mismo día de las Detonaciones; y antes su padre hablaba de ella como de una santa, una mártir, hasta que poco a poco dejó de mencionarla. Perdiz recuerda cuando su padre le dijo: ?No se la merecían. La arrastraron con ella?. En otros tiempos su padre hablaba de los supervivientes como ?nuestros hermanos y hermanas menores?, mientras que a los líderes de la Cúpula, entre los que se incluía, los llamaba ?supervisores benevolentes?. Ese tipo de discurso todavía aparecía de vez en cuando en los mítines públicos pero en las conversaciones del día a día a los supervivientes de fuera de la Cúpula se los llama ?miserables?. Le ha oído el término a su padre en muchas ocasiones, y ha de admitir que se ha pasado gran parte de la vida odiando a los miserables por arrebatarle a su madre. Sin embargo, en los últimos tiempos, en las clases de historia mundial de Glassings no puede evitar preguntarse qué ocurrió en realidad. Glassings insinúa que la historia es maleable, que se puede alterar. ?Por qué? Para contar otra más bonita.
—Con lo que tiene que ver es con el hecho de que tu madre te diese unas pastillas, te obligara a tomarte algo durante esos días en que os ausentasteis.
—No me acuerdo. Solo tenía ocho a?os… ?Qué quieres?
Mientras lo dice se acuerda de que ambos se quemaron a pesar de que estaba nublado, y de que, cuando se pusieron malos, su madre le contó un cuento sobre una esposa cisne con pies negros. Su madre… la ve a menudo en su mente: su pelo rizado, sus manos suaves de huesos finos como los de un pajarillo. La esposa cisne tenía también una canción, y una melodía. Era con palabras que rimaban y un movimiento de manos. Su madre le decía: ?Cuando te cuente la versión cantada del cuento, aprieta este colgante en la mano?. Y él lo guardaba con fuerza en el pu?o hasta que las puntas de las alas extendidas del cisne le pinchaban, pero no lo soltaba.
Una vez Perdiz le contó el cuento a Sedge. Fue ya en la Cúpula, un día en que echaba muchísimo de menos a su madre. Su hermano le dijo que era un cuento de ni?as, para críos que creían en las hadas: ?Madura, Perdiz. Se ha muerto, para siempre. ?Es que no lo ves?, ?estás ciego??
Ahora su padre le presiona:
—Vamos a tener que hacerte más pruebas, una serie de ellas. Te pincharemos con tantas agujas que parecerás una almohadilla de esas para alfileres, un acerico. —?Acerico?, una de esas palabras que ya no se utilizan. ?Una almohadilla para alfileres? ?Es una amenaza? A eso suena—. Nos ayudaría mucho si nos pudieras contar lo que pasó.
—No puedo. Quisiera hacerlo, pero no me acuerdo.
—Escucha, hijo. —A Perdiz no le gusta cómo suena la palabra ?hijo? en boca de su padre, como si fuese un reproche—. Necesitas que te ajusten bien la cabeza. Tu madre… —El hombre tiene los ojos cansados y los labios secos. Parece estar hablándole a otra persona, con esa voz que pone por teléfono: ?Hola, al habla Willux?. Cruza los brazos sobre el pecho y se le relaja la cara por un momento, como si hubiese recordado algo. Vuelve a sacudir la cabeza y hasta sus manos parecen temblarle de la rabia—. Tu madre siempre ha sido muy problemática.
Intercambian una mirada fugaz. Perdiz no dice nada pero en su interior no para de repetirse: ?Ha sido. Problemática. Siempre ha sido?. No es un pretérito, no es así como se habla de alguien muerto.
Su padre recobra la compostura y dice:
—No estaba bien de la cabeza. —Se frota las manos contra los muslos y luego se echa hacia delante—. He hecho que te pongas triste —dice. Eso también es raro: nunca habla de emociones.
—Estoy bien.
El padre se levanta.
—Voy a llamar a alguien para que nos hagan una foto. ?Cuándo fue la última vez? —?En el funeral de Sedge probablemente?, piensa Perdiz—. Así la puedes poner en tu cuarto para cuando te entre la pena y eches de menos tu hogar.
—No lo echo de menos —le contesta Perdiz. Nunca ha sentido que su hogar fuese su hogar, al menos no aquí en la Cúpula, de modo que ?cómo va a echarlo de menos hasta el punto de sentir pena?
Así y todo su padre llama a una técnica, una mujer con flequillo y nariz nudosa, y le manda que vaya a por una cámara.
Perdiz y su padre posan ante los planos recién colgados, codo con codo, tiesos como soldados. Un flash se dispara.
Pressia
Rebuscando
Pressia puede oler el mercado hasta a una manzana de distancia: carne y pescado pasados, fruta podrida, chamusquina y humo. Es capaz de distinguir las sombras cambiantes de los vendedores ambulantes y reconocerlos por sus toses. A veces la muerte se mide así, por los distintos tipos de toses: las que carraspean secamente, las que empiezan y acaban con un resuello, las que empiezan y no pueden parar, las que revuelven flema y las que terminan con un ahogo, que según el abuelo son las peores porque significa que los pulmones están encharcados y puede producirse una muerte por infección, como ahogarse desde dentro. El abuelo carraspea durante el día, pero de noche, mientras duerme, le da la tos con ahogo.
Avanza siempre por en medio del callejón. Al pasar los cobertizos oye una ri?a familiar: el bramido de un hombre, algo metálico que impacta contra una pared, y el chillido de una mujer y de un crío que rompe a llorar.
Cuando llega al mercado ve que los vendedores están recogiendo. Utilizan se?ales metálicas de la carretera a modo de techados y cobertizos herrumbrosos. Tapan los puestos con cartón prensado enmohecido, cargan la mercancía en carretas renqueantes y cubren los tenderetes con lonas andrajosas.
Pressia pasa por delante de un grupo que cuchichea: un círculo de espaldas jorobadas, siseos, alguna risotada de tanto en tanto y más susurros. Mira de reojo las caras jaspeadas de metal, vidrio brillante y cicatrices tirantes. El brazo de una mujer parece tapizado en cuero, lacrado a la mu?eca por donde se une a la piel.
Ve un pu?ado de muchachos, no mucho más peque?os que ella. Hay dos ni?as —gemelas, ambas con las piernas visiblemente mutiladas y oxidadas por debajo de las faldas— que balancean una cuerda para una tercera con un brazo recortado que salta entre ellas. Cantan:
Quema a un puro y mira cómo berrea.
Cógele las tripas y hazte una correa.
Trenza su pelo y hazte una cuerda.
Y haz jabón de puro con la tibia izquierda.
A lavar, a lavar, a lavar, tocotó.
A lavar, a lavar, a lavar, puro soy yo.