En ese momento llaman a la puerta y Glassings levanta la vista del libro, extra?ado. Todos los muchachos se ponen firmes en su sitio. Una segunda llamada.
—Perdonadme, clase —se excusa el profesor, que pone bien las notas y mira de soslayo el peque?o ojo negro brillante de una de las cámaras que hay encaramada en una esquina del aula.
Perdiz se pregunta si los agentes de la Cúpula se habrán enterado de su comentario sobre el ?hermoso barbarismo?. ?Puede ocurrir tan rápido? ?Serían capaces de cargárselo por eso? ?Lo quitarían de en medio allí mismo, delante de toda la clase?
Glassings sale al pasillo y el chico oye voces y murmullos. Arvin Weed, el cerebrito de la clase, sentado delante de Perdiz, se vuelve y lo mira inquisitivo, como si él tuviera que saber lo que está pasando. Perdiz se encoge de hombros. La gente tiene la fea costumbre de pensar que él sabe más que nadie, y todo porque es hijo de Ellery Willux. Incluso a alguien en un puesto tan alto se le tienen que escapar cosas, eso es lo que creen todos. Pero no es así, a su padre nunca se le escapa nada, y precisamente esa es una de las razones por las que está en un puesto tan alto. Además, desde que vive interno en la academia, apenas han hablado por teléfono y menos aún se han visto. Perdiz es uno de los internos que se quedan todo el a?o, como su hermano Sedge, que fue a la academia antes que él.
Glassings regresa al aula y dice:
—Perdiz, recoge tus cosas.
—?Cómo? ?Yo?
—Ahora.
A Perdiz se le encoge el estómago, pero mete el cuaderno en la mochila y se levanta. A su alrededor el resto de chicos empieza a murmurar: Vic Wellingsly, Algrin Firth, los gemelos Elmsford… Uno de ellos suelta un chascarrillo —Perdiz oye su apellido pero no entiende el resto— y todos se echan a reír. Esos chicos siempre lo hacen todo juntos, ?el reba?o?, así los llaman. Son los que llegarán al final del camino, a entrenarse para el nuevo cuerpo de élite, las Fuerzas Especiales. Es su destino, no está escrito en ninguna parte pero se sobreentiende.
Glassings le ordena a la clase que guarde silencio.
Arvin Weed le hace una se?a a Perdiz, un gesto que parece querer decir: ?Que tengas suerte?.
Perdiz va hacia la puerta y le pregunta a Glassings:
—?Me pasará los apuntes luego?
—Claro —le responde el profesor, que le da una palmadita en la espalda—. No pasa nada. —Habla de los apuntes, por supuesto, de que podrá ponerse al día, pero mira a Perdiz con esa forma que tiene de hacerlo, queriendo dar a entender algo más allá. El chico sabe que está intentando tranquilizarlo: ocurra lo que ocurra… ?no pasa nada?.
Una vez en el pasillo, Perdiz ve a dos guardias y pregunta:
—?Adónde vamos?
Ambos son altos y musculosos, aunque uno, el que le responde, es algo más corpulento que el otro.
—Tu padre quiere verte.
Perdiz siente un frío repentino. Empiezan a sudarle las palmas de las manos y se las frota. No tiene ganas de ver a su padre… nunca las tiene.
—?Mi viejo? —pregunta Perdiz intentando mostrarse relajado—. ?Vamos a tener una charla padre-hijo?
Lo conducen por los pasillos resplandecientes, pasan por delante de los retratos al óleo de dos directores —el uno, despedido; el otro, nuevo—, ambos pálidos y austeros y, en cierto modo, muertos; y bajan luego al sótano de la academia, donde tiene una parada la línea del monorraíl. Esperan en silencio en el espacioso andén. Es el mismo tren con el que los muchachos van al centro médico, donde el padre de Perdiz trabaja tres días a la semana. En el edificio hay dos plantas solo para enfermos, plantas precintadas. La enfermedad es un tema muy serio en la Cúpula. Un contagio podría acabar con todos, de modo que el más mínimo atisbo de fiebre conlleva un breve periodo de cuarentena. Alguna vez ha estado en una de esas plantas, en un cuarto peque?o, aburrido y estéril.
?Y los moribundos? Nadie va a verlos. Los llevan a una planta aparte.
Perdiz se pregunta para qué querrá verlo su padre. No pertenece al reba?o, no está destinado a nada en la élite; ese era el papel de Sedge. Cuando Perdiz ingresó en la academia no era capaz de decir si lo conocían más por su padre o por su hermano, aunque lo mismo daba: no estaba a la altura de la reputación de ninguno de ellos. Nunca había ganado un reto físico y en la mayoría de los partidos, fuese el deporte que fuera, se sentaba en el banquillo. Y tampoco era lo suficientemente inteligente para entrar en el otro programa de formación, el de potenciación cerebral. Les estaba reservado a los listos como Arvin Weed, Heath Winston, Gar Dreslin… Siempre había sacado notas mediocres. Como la mayoría de chicos que se someten a codificación, él era, sin duda, del montón, una sencilla pieza más para mejorar la especie.
?Querrá su padre solamente ver cómo anda su hijo del montón? ?Le habrá entrado un repentino deseo de afianzar lazos? ?Tendrán algo de que hablar? Perdiz intenta recordar la última vez que hicieron algo juntos por pura diversión. Una vez, tras la muerte de Sedge, su padre lo llevó a nadar a la piscina cubierta de la academia. Solo se acuerda de que nadaba estupendamente, que se desplazaba por el agua como una nutria marina y de que, cuando salió del agua, sin la toalla, le vio el pecho desnudo por primera vez hasta donde tenía memoria. ?Lo había visto antes así, a medio vestir? Tenía seis peque?as marcas en el torso, en el costado izquierdo, por encima del corazón. No podía ser de un accidente, las marcas eran demasiado simétricas y ordenadas.
El monorraíl se detiene y Perdiz siente un deseo fugaz de huir. Pero los guardias le darían una descarga eléctrica por la espalda. Lo sabe, le quedaría una marca roja de quemadura en la espalda y los brazos, y se lo contarían a su padre, por descontado. Solo empeoraría las cosas. Además, ?por qué huir? ?Adónde iría?, ?a dar una vuelta? Al fin y al cabo es una cúpula.
El monorraíl los deja a las puertas del centro médico, donde los guardianes ense?an sus placas. Registran a Perdiz, le escanean las retinas, pasan por los detectores y entran al centro. Serpentean por los pasillos hasta llegar a la puerta de su padre, que se abre antes de que al guardia le dé tiempo a llamar.
Hay una técnica en medio de la sala y, por detrás, Perdiz ve a su padre. Está sermoneando a media docena de técnicos, mientras todos miran el banco de pantallas que hay en la pared y se?alan cadenas de código ADN, unos primeros planos de una doble hélice.
La técnica da las gracias a los guardias y luego acompa?a a Perdiz hasta una peque?a silla de cuero a un lado del enorme escritorio de su padre, justo enfrente de donde trabaja con los técnicos.
—Aquí lo tienen —está diciendo su padre—. La irregularidad en la codificación conductiva. Resistencia.
Los técnicos son todos necios con ojos como platos, aterrados ante su padre, que sigue ignorándolo. No es nada nuevo, Perdiz está acostumbrado a que así sea.