—?Pero así es como funciona él! A ella la volaría por los aires pero las pastillas no. —Su padre es un asesino. Cierra los ojos un momento como si intensase despejar la vista. Pero sabe que su padre no pulsó el interruptor hasta que no vio el frasco de las pastillas en la mano de su hijo peque?o, a una distancia suficiente—. Es por su seguridad.
—Tiene razón —le dice Pressia a Bradwell.
Perdiz se imagina a su padre observándolos, siguiendo cada palabra y cada gesto. Debe de estar en comunicación directa con Ingership porque, justo ahora, dos jóvenes soldados con el uniforme de la ORS se apostan en el porche. Son miserables, pero están bien pertrechados. Van hasta el borde del porche y se quedan ahí como centinelas.
Il Capitano mira por el parabrisas con los ojos entrecerrados y les dice al resto: —?Sabéis lo que más me fastidia? Que son mis propios reclutas, los muy pu?eteros…, y ni siquiera saben coger bien un arma. Aunque supongo que eso juega a nuestro favor.
—Me fastidia —susurra Helmud, con un murmullo áspero.
—?Estamos listos? —pregunta Bradwell.
Perdiz quiere a?adir algo, le gustaría hacer un pacto allí mismo en el coche antes de salir. Pero no sabe muy bien qué hacerles jurar.
—Ey, se me olvidaba —dice Il Capitano, que se saca algo del bolsillo de la chaqueta y lo muestra al resto—. ?Esto es de alguien?
Es la caja de música que hizo su madre, ennegrecida por el fuego.
—Quédatela tú —le dice Pressia a Perdiz.
—No —repone el chico—. Para ti.
—Es una melodía que solo vosotros dos conocéis —insiste la chica—. Ahora es para ti.
Perdiz la coge y restriega la superficie con el pulgar, que se mancha con el hollín.
—Gracias. —Tiene la sensación de estar sosteniendo algo esencial, una parte de su madre que puede conservar para siempre.
—?Vamos? —dice Pressia.
Todos asienten.
Il Capitano arranca el coche y loestampa contra la casa. Los reclutas no disparan; en vez de eso salen corriendo y se chocan delante de la puerta. Il Capitano pisa el freno un poco más tarde de la cuenta y se lleva por delante los escalones del porche, que se doblan bajo la parrilla y se resquebrajan.
Se bajan todos del coche. Il Capitano con su rifle, Perdiz y Lyda con cuchillos y ganchos de carne, Bradwell con una macheta y Pressia con el frasco de pastillas a la altura de la cabeza, los nudillos contra la sien.
—?Dónde está Ingership? —grita Il Capitano.
Los reclutas intercambian una mirada nerviosa pero no responden. Están delgados y, a pesar de tener la piel chamuscada, parece que han recibido una paliza no hace mucho. Moratones y laceraciones les surcan brazos y cara.
En ese preciso instante se abre una ventana de la planta de arriba, en el lado contrario a donde está la toalla de mano manchada de sangre. Ingership se asoma, los hombros tensos y la barbilla alta. Las placas metálicas de su cara relucen y está sonriente.
—?Habéis venido! —Habla alegremente, aunque se diría que ha estado en una pelea porque en la mejilla izquierda tiene varias magulladuras—. ?Os ha costado encontrarnos?
Il Capitano amartilla el rifle y dispara. El estallido hace que a Perdiz le recorra el cuerpo un espasmo. Vuelve a ver la explosión en su cabeza: su hermano, su madre, el aire lleno de un fino rocío de sangre.
—?Cielo santo! —grita Ingership, reculando—. ?Qué falta de civismo!
En una reacción retardada, un recluta dispara a un lado del coche, con lo que Il Capitano vuelve a abrir fuego, esta vez contra una ventana de la planta baja.
—?Para! —exclama Perdiz.
—No quería darle —aclara Il Capitano.
—Darle —repite Helmud.
—Ya está bien, se acabaron los disparos.
—Tu padre puede hacer que rodeen todo esto —le grita Ingership a Perdiz—. Ya podría haberos abatido a tiros, y lo sabes, ?verdad, muchacho? ?Se está portando bien contigo!
Perdiz no está tan seguro de eso. Las Fuerzas Especiales son un cuerpo de élite muy reciente, eran seis y han muerto todos. Conoce a los que estaban en la cola para unirse a ellos, los chicos de la academia que eran parte del reba?o. Pero es imposible que estén preparados para combatir como Fuerzas Especiales; no ha habido tiempo de transformarlos ni entrenarlos de esa manera.
—Quiere algo que tenemos nosotros —dice Perdiz—. Es así de simple.
Ingership no responde al momento.
—?Tenéis los medicamentos del búnker?
—?Tienes tú el control remoto que hace estallar la cabeza de Pressia? —replica Bradwell.
—Hagamos un trato —propone Perdiz.
Ingership desaparece y se oye un ruido en la ventana de arriba. Los dos reclutas del porche siguen apuntándolos con sus armas.
Surge entonces un zumbido sonoro de la casa, la apertura de los cierres de goma automáticos para mantener a raya la ceniza. A continuación suena un clic en la puerta de entrada y se abre de par en par.
En la ventana de arriba con la toallita ensangrentada Perdiz distingue primero una cara blanca —?la mujer de Ingership?— y luego una mano pálida contra el cristal.
Pressia
Barcos
Entran al vestíbulo con los guardasillas, las paredes blancas, las alfombras estampadas y las amplias escaleras que llevan a la segunda planta. A Pressia le embarga enseguida una acuciante sensación de estar acorralada, atrapada. Sigue con el frasco en la cabeza, los dedos tensos, el cuerpo dolorido de arriba abajo. Mira hacia el comedor, donde vuelve a asombrarle el resplandor de la ara?a sobre la mesa alargada, y oye entonces unas pisadas provenientes del piso de arriba: ?la mujer de Ingership? Con la ara?a Pressia se acuerda del abuelo, y de su fotografía en la cama de hospital. Hace un esfuerzo por rememorar su sensación de ilusión pero recuerda, en cambio, el cuchillo en su mano, los guantes de látex, la quemazón en la barriga y el pomo que no quería girar, que solo emitió un chasquido. Y ese sonido se convierte en el del gatillo de la pistola, en la sacudida por todo su brazo, hasta el hombro. Cierra los ojos con fuerza por un segundo y vuelve a abrirlos.
Los dos soldados siguen apuntándolos. Ingership aparece entonces en lo alto de las escaleras y baja para recibirlos. Con el paso algo inestable, va deslizando la mano por la barandilla de caoba. Tiene marcas de garras en una mejilla. Pressia piensa en su mujer. ?Estará encerrada en el cuarto de ba?o? ?Ha habido una pelea?
—Dejad aquí todas las armas —les ordena Ingership—. Mis hombres también lo harán. Somos gente civilizada.
—Solo si nos dejas cachearte a ti también —resuelve Bradwell.
—De acuerdo. Por lo que veo la confianza es un bien escaso.
—Cualquiera diría que nos estabas esperando —comenta Perdiz.
—La Cúpula estima oportuno informarme de ciertas cosas, soy uno de los confidentes de tu padre.
—Seguro.
Perdiz no parece darle mucho crédito. Y por lo poco que sabe Pressia sobre Ellery Willux, duda bastante de que tenga algún confidente, y más aún de que Ingership sea uno de ellos. Willux no parece de esos que le cuentan secretos a nadie.