—Las armas en el aparador —les dice Ingership se?alando un mueble pegado a la pared.
Cuando dejan pistolas, cuchillos y ganchos, los reclutas, nerviosos, se apresuran a imitarlos. Il Capitano cachea a sus propios soldados mientras los mira fijamente a los ojos, pero estos apartan la vista. Pressia se figura que está intentando calibrar su lealtad. No le dispararon cuando abrió fuego en la entrada, solo uno le dio al coche. ?Significa eso que su lealtad está dividida? Si Pressia fuese uno de ellos, haría lo mismo que están haciendo: jugar a dos bandas para tratar de sobrevivir.
Bradwell cachea a Ingership, mientras Pressia se queda pensando que le gustaría preguntarle cómo era. ?Cuánto de verdadero hay en él? ?El metal que le cubre media cara le recorre la mitad del cuerpo? Puede ser, se dice la chica, que se pregunte también qué pensará Bradwell de ella. Su mejilla todavía conserva el recuerdo de su piel cálida, el latido de su corazón. Su dedo ha memorizado el corte de su labio. Le pidió que no se muriese y él le prometió que lo intentaría. ?Siente él lo mismo que ella, un torbellino persistente que le aporrea el corazón? Con todo lo que ha perdido, lo único que sabe ahora es que a él no puede perderlo… en la vida.
Los soldados los registran por turnos. Pressia está al lado de Lyda y los reclutas recorren rápidamente sus cuerpos con las manos.
—No me gusta que me disparen —observa Ingership.
—Ni a ti ni a nadie —replica Il Capitano.
—Ni a nadie —resuena Helmud.
—Los soldados me acompa?arán, solo por si acaso, y las jóvenes pueden esperar en el recibidor.
Pressia se pone tensa y mira a Lyda, que sacude la cabeza. Tienen el recibidor a su izquierda, todo lleno de cortinas y abarrotado de muebles y cojines.
—No, gracias —repone Pressia, que piensa en la trastienda de la barbería y en el armario donde en otros tiempos se escondía. Se acabaron los escondites. Se acuerda de la cara sonriente que dibujó en la ceniza: no quedará ni rastro, polvo al polvo. No tiene intención de volver a esconderse ni de que la esconda nadie.
—?Esperad en el recibidor! —grita con tanta fuerza Ingership que Pressia se queda pasmada.
Lyda la mira de reojo y dice con toda la calma:
—Nosotras haremos lo que nos venga en gana.
Los ara?azos de la cara de Ingership relucen; están en carne viva. Mira a Il Capitano, a Bradwell y por último a Perdiz.
—?Y bien? —Espera a que hagan algún movimiento.
Los chicos se miran entre sí y Bradwell se encoge de hombros y le dice: —?Y bien qué? Ellas ya te han respondido.
—De acuerdo, no permitiré que la fea testarudez de estas jóvenes nos perturbe.
Da media vuelta en las escaleras y empieza a subirlas de pelda?o en pelda?o. Una vez arriba abre una puerta con una llave que le cuelga de una cadena del bolsillo.
Entran en lo que a primera vista les parece un gran quirófano, todo blanco y esterilizado. Bajo las ventanas hay una mesa larga con bandejas metálicas, cuchillos peque?os, algodones, gasas y una bombona de algún tipo de anestésico. Se agolpan todos en torno a una mesa de operaciones. Pressia se imagina que fue allí donde le instalaron los micros, las lentes y la tictac; lo tiene todo borrado…, salvo, tal vez, el papel pintado. Por un momento apoya el pu?o de mu?eca en la pared, sin dejar de sujetar las pastillas a la altura de la cabeza. El papel pintado es verde claro, con unos barquitos que le resultan extra?amente familiares. ?Fue eso lo que vio cuando recobró el sentido por un instante sobre la mesa, unos barquitos con las velas hinchadas?
—?Haces aquí muchas cirugías? —pregunta Bradwell.
—Alguna que otra —le responde Ingership.
Los soldados parecen angustiados; no pierden de vista ni a Ingership ni a Il Capitano, sin saber quién les ladrará órdenes primero.
—Ve a por mi querida esposa —le manda Ingership a uno de ellos.
El soldado asiente y se ausenta solo por un par de minutos. Se oye un porrazo al otro lado del pasillo, unas voces y un forcejeo. Una puerta se cierra y el recluta regresa con la mujer, que todavía tiene la cara cubierta con la media de cuerpo entero, cosida para dejar solo a la vista los ojos, la boca y una poblada peluca de pelo claro. Por encima viste una falda larga y una blusa de cuello alto manchada de sangre que le traspasa desde la piel a la media y de esta a la ropa, como las humedades de una pared. La media corporal está rasgada por los dedos de una mano y se ven azulados, como si se los acabasen de retorcer. Tal vez así se haya hecho los ara?azos Ingership. También tiene la media rasgada por un lado de la mandíbula, un hueco por el que se ve la piel pálida, un feo moratón y dos laceraciones que parecen quemaduras recién hechas. Pressia intenta recordar lo que le dijo exactamente la mujer en la cocina: ?Te pondré al abrigo del peligro?. ?Ayudó a Pressia de algún modo? En tal caso, ?cómo?
Ingership se?ala un taburete bajo de cuero que hay en un rincón de la habitación. La mujer escurre el bulto rápidamente hacia el asiento. En cuanto se acomoda, a Pressia le parece estar viendo una marioneta envuelta en una media, como los mu?ecos de puros que hacen los ni?os para luego quemarlos. Los ojos de la mujer, sin embargo, están muy vivos, no paran de mirar a todos lados y parpadear. Va repasando las caras de todos hasta que sus ojos se quedan fijos en Bradwell, como si lo reconociera y quisiera que él la reconociera a su vez. El chico, en cambio, no se da por aludido. La mujer mira por último a Pressia, con ojos huidizos, y aparta rápidamente la vista.
La chica le hace una se?a con la cabeza, sin saber muy bien cómo interpretar los rasgos inexpresivos de la mujer, que le devuelve el gesto antes de volver a bajar los ojos y dejarlos fijos en sus dedos descubiertos. ?Se supone que Pressia tiene que salvarla?
—?Esto era antes el cuarto de un ni?o peque?o? —pregunta Lyda con tranquilidad, quizá para romper el hielo.
—Se supone que no debemos reproducirnos —le dice Ingership—. órdenes oficiales. ?Verdad, querida?
Pressia no entiende nada: ?órdenes oficiales? Perdiz y Lyda intercambian una mirada, seguramente ellos conocerán bien las normas. Pressia se figura que a algunos se les permitirá reproducirse y a otros no.
—?Y la caja? —le pregunta Ingership a su mujer, que se levanta y coge algo que hay junto al instrumental quirúrgico, un peque?o contenedor circular con un interruptor metálico fijado por bisagras y conectado a un largo tramo de cables que se pierden por un hueco de la pared. La mujer regresa a su asiento y deja el aparato sobre su regazo.
Bradwell se adelanta y pregunta sin más rodeos:
—Eso es, ?no?
El movimiento repentino asusta a la mujer de Ingership, que se aprieta el interruptor contra el pecho.
—Tranquilidad, muchacho. Mi pobre esposa lleva unos días muy volátil. —Para demostrarlo, agita las manos junto a la mujer y esta se encoge del miedo—. ?Lo ves?