Papá siempre estaba escuchando música y yo adoraba cada nota, cada estribillo, cada acorde; cuando regresaba a casa del colegio caminando con Blair y veía nuestro tejado a lo lejos, siempre me la imaginaba como cuatro paredes mágicas que guardaban dentro melodías y colores, emociones y vida. Mi canción preferida de peque?a era Yellow submarine, la podía cantar con mis padres durante horas, manchada de pintura en el estudio de papá o abrazada a mamá en el sofá, que era tan viejo que casi te hundías cuando te sentabas. Y se quedó conmigo al crecer. El ritmo infantil, las notas desordenadas, la letra tan imprevisible que hablaba del pueblo en el que nací, de un hombre que navegaba por el mar y contaba cómo era la vida en la tierra de los submarinos.
Una semana después de que yo cumpliera los dieciséis, Axel vino a casa, estuvo un rato hablando con mi padre en el salón y luego llamó a la puerta de mi habitación. Yo estaba enfadada con él, porque era una ni?a y cosas así eran mi máxima preocupación, como que no hubiese venido a mi cumplea?os porque se fue a un concierto con un grupo de amigos a Melbourne y pasó allí el fin de semana. Lo recibí con el ce?o fruncido y dejé el pincel lleno de acuarela encima del estuche abierto que tenía sobre la mesa.
—Hey, ?a qué viene esa cara?
—No sé de qué hablas.
Axel sonrió de lado, esa sonrisa que hacía que me temblasen las rodillas. Y lo odié por provocar en mí ese efecto sin saberlo, porque siguiese tratándome como a una cría peque?a cuando yo me sentía muy mayor delante de él, porque ya me había roto el corazón varias veces…
—?Qué es eso? —se?alé la bolsa que llevaba.
—?Esto? —Me miró divertido—. Esto es el regalo que no vas a tener como no desaparezca esta arruga que tienes aquí… —Se inclinó hacia mí y yo dejé de respirar cuando me alisó la frente con el pulgar. Después me lo tendió—. Feliz cumplea?os, Leah.
Estaba tan emocionada que tardé medio segundo en olvidar mi enfado.
Rompí el papel de regalo y abrí la caja peque?a con impaciencia. Era una plumilla fina y flexible de una conocida marca que costaba una fortuna; él sabía que había empezado a utilizarlas para perfeccionarme en otras técnicas.
—?Lo has comprado para mí? —me tembló la voz.
—Para que sigas creando magia.
—Axel… —Tenía un nudo en la garganta.
—Espero que algún día me dediques algún cuadro. Ya sabes, cuando seas famosa y llenes galerías de arte y ya casi no te acuerdes de ese idiota que no vino a tu cumplea?os.
Tenía la mirada borrosa y no podía ver bien su expresión, pero con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho oí la melodía infantil, las notas se arremolinaron en mi cabeza, el sonido del mar que acompa?aba los acordes iniciales…
él no podía ni imaginarse las palabras que se me atascaron en la garganta, deseando salir. Esas que casi quemaban. Resbalaban. ?Te quiero, Axel.?
Pero, cuando abrí la boca, tan solo dije:
—Todos vivimos en un submarino amarillo.
Axel frunció el ce?o.
—?Estás hablando de la canción?
Negué con la cabeza, dejándolo confundido.
—Gracias por esto. Gracias por todo.
25
AXEL
A partir del 9 de abril, cuando comenzaron las vacaciones escolares del primer trimestre, fue inevitable que empezásemos a convivir de verdad.
Leah se negó a meterse en el agua por las ma?anas, pero si algún día se levantaba temprano, caminaba hacia la playa y se sentaba en la arena con la taza de café en las manos. Yo la veía a lo lejos, mientras esperaba la siguiente ola con impaciencia, en el silencio que acompa?a el amanecer.
Almorzábamos juntos, sin hablar demasiado.
Y luego trabajábamos. Conseguí hacerle un hueco en mi escritorio y, mientras yo terminaba encargos, ella hacía los deberes y estudiaba en silencio, con un codo apoyado en el borde y la mejilla sobre la palma de la mano. A veces me distraía su respiración pausada o que moviese las piernas bajo la mesa, pero en general estaba sorprendido por lo fácil que me resultaba tenerla al lado.
—?Puedo poner música? —preguntó un día.
—Claro. Elige el disco que quieras.
Puso uno de mis preferidos, Nirvana.
Tras la primera semana de vacaciones, los dos teníamos ya una rutina marcada. Al atardecer, mientras yo continuaba trabajando un poco más, ella pasaba un rato a solas en su habitación, tumbada en la cama o dibujando con un trozo de carboncillo casi consumido. Salía para ayudarme a hacer la cena y, al terminar, estábamos un rato en la terraza.
Esa noche, la gata se pasó por allí.
—Eh, mira quién está aquí. —Bajé de la hamaca y le acaricié el lomo; el animal respondió con un bufido—. Así me gusta, agradecida y dulce — ironicé.
—Iré a buscar algo de comida.
Leah apareció con una lata de atún y un cuenco lleno de agua. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas y un suéter rojo viejo y lleno de bolitas, a pesar de que llevaba pantalón corto. Y allí, mirándola mientras le daba de comer a la gata, pensé…, pensé que alguien debería pintar esa escena. Alguien que pudiese hacerlo. El momento de paz, los pies descalzos, el pelo rubio revuelto y despeinado, la cara lavada y el mar hablando en susurros a lo lejos.
Aparté la vista de ella y le di un trago al té.
—En dos días empieza el Bluesfest. Iremos.
Leah alzó la cabeza hacia mí con el ce?o fruncido.
—Yo no. Blair me invitó y le dije que no podía ir.
—Ah, ?tienes algún compromiso social? ?Una cita con el médico? Si no es el caso, te aconsejo que enciendas ese teléfono que tienes cogiendo polvo y que llames a Blair para aclararle que te equivocaste. Queda con ella. Así me despejaré un rato.
—Hablas como si fuese una carga.
—Nadie ha dicho eso —repliqué.
Aunque puede que tuviese razón. Me motivaban sus avances, pero también echaba de menos pasar una noche por ahí, sin responsabilidades, sin estar pendiente de otra persona.
Así que, el viernes al atardecer me dirigí con Leah hacia Tyagarah Tea Tree Farm, al norte de Byron Bay, donde se celebraba el Bluesfest, uno de los festivales de música más importantes de Australia. La zona era también el hábitat de varios grupos de koalas, y la organización estaba comprometida con su cuidado, de modo que muchos turistas podían observarlos; el a?o anterior habían plantado ciento veinte árboles de caoba y financiaban programas de vigilancia que llevaba a cabo la Universidad de Queensland.