Ciudades de humo (Fuego #1)

Entonces, los pasos se alejaron y casi deseó que volvieran y la mataran de una vez por todas. Sus esperanzas y, a la vez, desilusiones volvieron cuando notó una sombra cerniéndose sobre ella. Abrió los ojos lentamente.

Había un chico muy joven a su lado, de pie, mirándola fijamente. Parecía sorprendido. Al instante, le pareció que lo conocía, pero estaba tan concentrada en el dolor que no le dio más importancia. Miró mejor al adolescente. Iba vestido con ropa ancha y vieja, pero no era la misma que utilizaban los que la perseguían. ?Eso significaba...?

El chico se agachó y la enorme cantidad de rizos que poblaba su cabeza se quedó colgando mientras retiraba con sumo cuidado una parte de la tela del mono, hecho pedazos, de Alice para mirar encima de su ombligo. El 43 estaba allí, perfecto e impoluto. Como una sentencia de muerte directa.

—Hazlo rápido —suplicó ella en voz baja.

él la miró, aterrorizado, abrió la boca y volvió a cerrarla. Después, miró a su alrededor. Ahora llamaría a los demás. La matarían.

Pero no lo hizo, solo se volvió hacia ella y dudó durante lo que pareció una eternidad. Entonces, metió una mano en el bolsillo de su peque?o chaleco marrón y sacó algo parecido a un ungüento. Con dos dedos tomó un poco. Ella notó una fina capa arenosa en su estómago, pero no fue capaz de moverse. En cuanto hubo terminado, agarró un poco de tierra, se la echó por encima y, con suavidad, le recolocó la ropa.

Entonces, miró a Alice con sus grandes ojos azules y se llevó un dedo a los labios, indicando que guardara silencio. La joven frunció ligeramente el ce?o. No entendía nada.

El chico se llevó los dedos de la otra mano a los labios y emitió un fuerte sonido agudo.

Casi al instante, Alice escuchó pasos acercándose a toda velocidad. Vio que el muchacho estaba moviendo la boca, pero no entendió nada. Sus orejas estaban taponadas y le pitaban los tímpanos. No podía moverse. Estaba acabada. Cerró los ojos, dolorida, y distinguió entre los pitidos la presencia de más gente a su alrededor.

Después, unas manos la agarraron de los brazos. Abrió los ojos y soltó un alarido de dolor. La soltaron al instante.

—Idiota inútil —masculló alguien muy cerca de ella—. Aparta, déjame a mí.

Alguien apartó bruscamente a la persona que la había intentado coger, la tomó delicadamente por la cintura y la levantó con suma facilidad.

Volvió a gru?ir de dolor cuando se vio a sí misma colgando del hombro de alguien. Apenas podía moverse, pero eso no le impidió intentarlo por última vez. Solo consiguió que quien fuera que la cargaba la agarrara con más fuerza.

—Como te quejes —advirtió la voz de quien la estaba llevando— te aseguro que te arrastraré.

Ella se mordió el labio con fuerza para no emitir ni un sonido, aunque la pierna y la cabeza le palpitaban terriblemente. Al cabo de un rato, no pudo soportarlo más y se desmayó de dolor.





4


    La ciudad de

las puertas abiertas


Unas manos de largos y finos dedos, con las u?as pintadas de rojo, se acercaron a ella y la tomaron en brazos. Se escuchó a sí misma riendo con un sonido que pareció más un hipido que una carcajada. Agitó los brazos y vio la cara conocida de la mujer.

—Ummm —balbuceó, y la mujer sonrió.

—?Tienes hambre? —preguntó ella con voz suave—. Vamos a darte un biberón.

—Ummmmmmmmm —dijo, haciéndola sonreír de nuevo. Le gustaba hacerla sonreír.

—Sí, ummm. —La mujer la sostuvo contra ella con un brazo y le acercó un biberón con el otro.



*



Al despertar, Alice se levantó bruscamente y, en el instante en que un latigazo de dolor le recorrió el cuerpo, se arrepintió y volvió a tumbarse. Todos y cada uno de sus músculos estaban entumecidos.

Miró a su alrededor y sintió una punzada aguda en la frente. Lo primero que vio fueron cortinas de flores a su alrededor, que le impedían descubrir dónde se encontraba. En el techo blanco —algo sucio, por cierto— había un peque?o ventanuco que le indicó que era de día. Solo la visión de un poco de sol le dio dolor de cabeza.

Estaba en una camilla, donde una fina sábana apenas la cubría. Llevaba una bata azul corta y la rodilla completamente vendada. Sus manos tenían peque?as heridas, causadas, probablemente, por los cristales rotos y, en cuanto se tocó la frente, notó una peque?a pero profunda herida en la ceja. Hizo una mueca de dolor.

Clavó los codos en la camilla y se incorporó muy poco a poco. Tras eso, intentó ponerse de pie, pero su pierna derecha no se movía por mucho que lo intentara. Movió los dedos de los pies y, aunque los tenía medio dormidos, los sintió. Fue un alivio.

Decidió que lo mejor era descubrir dónde estaba, así que apartó la cortina apenas una rendija para espiar el lugar. En aquella estancia había más camillas, pero la suya era la única ocupada.

Apartó un poco más la cortina. Un palmo. Vio máquinas viejas y extra?as, varias ventanas y unas cuantas vitrinas llenas de frascos de varios tama?os y colores.

Se armó de valor y abrió la cortina casi por completo. No esperaba encontrar compa?ía.

Había dos personas más allí. Una era una mujer bajita, de piel bronceada por el sol y pelo rubio atado en un mo?o. Su cara era redonda, algo regordeta, y tenía los ojos grandes y marrones. Su rostro inspiraba confianza. Y en ese momento, mientras hablaba con alguien en un tono suave, todavía más.

Ese alguien, que daba la espalda a Alice, parecía un chico no mucho mayor que ella, pero era difícil asegurarlo si no se daba la vuelta. Iba vestido con una camiseta negra que tenía un agujero cerca de la cadera, unos pantalones de camuflaje y unas botas. Estaba cruzado de brazos, con los hombros tensos. Era obvio que estaba enfadado por algún motivo.

—No podemos asegurarlo —murmuró la mujer—. No sabemos nada de esa zona.

—Díselo a Deane. Seguro que está entusiasmada con la situación.

—Deane es... —La mujer suspiró—. Ya sabes cómo es.

—Y tú también. Por eso me sorprende que quieras seguir adelante con esto.

—Y ?qué harías tú, Rhett? ?La echarías? ?En serio?

El tal Rhett se tensó todavía más y apartó la mirada.

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