Ciudades de humo (Fuego #1)

—?No sé cómo salir! —La chica estaba histérica.

Alice se llevó las manos a la cabeza. No podía concentrarse. No podía pensar. Parpadeó varias veces e intentó alejar tanto el mareo como el entumecimiento. Sí, tenían que salir de allí. Como fuera. Tenía que centrarse en eso. En nada más. En nadie más.

—Vámonos de aquí —murmuró, con voz ronca.

Las dos salieron de la cocina por la puerta trasera, que daba directamente a los patios del laboratorio. Los coches peque?os que utilizaban los padres para desplazarse de un lado a otro estaban desiertos. Eran una buena opción para escapar.

Alice agarró de la mano a 42 cuando vieron un grupo de gente de gris ceniza dirigiéndose a las cocinas. Reunió todo el coraje que pudo y se mantuvo firme hasta que llegaron a su altura. Los encabezaba una mujer de pelo negro recogido con firmeza, mandíbula cuadrada y rasgos duros.

Cuando ambos grupos se cruzaron, la mirada de la líder se levantó y automáticamente se clavó en Alice. Solo en ella. Por un breve momento de terror, pensó que iba a ordenar que las arrestaran, pero no. Se limitó a volver a apartar la mirada y a seguir su camino. Alice no pudo evitar leer la chapita de su pecho. Giulia.

Después de desaparecer en la cocina, tanto 42 como ella aceleraron el paso hasta que se encontraron corriendo. Alice abrió la puerta del conductor del coche más cercano que encontraron. Estuvo a punto de reírse cuando vio que tenía las llaves en el contacto.

Pero ?cómo se usaba esa cosa? Puso las sudorosas manos en el volante. No se había dado cuenta hasta ese momento de que las tenía llenas de sangre. Intentó no pensar en ello.

—Tienes que apretar eso con el pie —se?aló 42, para sorpresa de Alice—. Y el otro creo que es para parar el coche.

No necesitaba gran cosa más, así que encendió el motor, que apenas hizo ruido, y sin encender las luces avanzó lentamente a través de los senderos de piedra que rodeaban la cumbre de edificios en la que se erguía su zona. Los primeros movimientos fueron bruscos, pero después se encontró a sí misma conduciendo como si lo hubiera hecho toda la vida. 42 la miró, sorprendida, cuando ella cambió de marcha, pero no dijo nada. Alice avanzó hacia la desierta salida trasera, cruzó la valla abierta y plateada, y aceleró el coche para alejarse de lo que durante toda su vida ambas habían considerado su hogar.

Aun así, ninguna de las dos miró atrás.





3


    El camino

de la libertad


La carretera que las alejaba de su zona no cambió en absoluto por mucho que avanzaron. Era un sendero asfaltado rodeado de bosque. Los árboles enmarcaban el camino a la perfección y salpicaban con sombras extra?as la vía que tenían delante, especialmente cuando empezó a amanecer lentamente. Era extra?o. Era todo muy grande. Muy vacío. Muy imperfecto.

Desde que habían salido de su hogar hacía dos horas, ninguna de las dos había dicho absolutamente nada. Alice tenía en la cabeza la imagen de su padre sacudiéndose justo antes de desplomarse en el suelo y esa maldita escena no dejaba de repetirse. Apretó las manos en el volante, pero no lloró. Nunca había llorado y, además, en ese momento de lo que tenía ganas era de matar al padre Tristan.

Era extra?o, jamás había sentido algo así. Algo tan violento. Estaba prohibido en su zona. No podía permitirse siquiera considerarlo. Sin embargo, en ese momento, desearle la muerte a alguien no le pareció extra?o. Mas bien, le parecía algo increíblemente real. Quería que sufriera una muerte lenta. Y dolorosa.

42 estaba apoyada con la cabeza en el respaldo de su asiento, lloriqueando sin hacer apenas ruido. A Alice le produjo una oleada de irritación y no supo por qué. En realidad, casi todo lo que había ocurrido la irritaba. ?Por qué había pasado todo lo que había pasado? ?Por qué a ellos? Y ?por qué lo sabía su padre? ?Y el padre Tristan? Eran demasiadas preguntas y le dolía la cabeza de tan solo imaginar sus posibles respuestas.

En realidad, no quería seguir por aquella carretera. No quería hacer nada. Desde el momento en que el cuerpo de su padre había tocado tierra lo único que había deseado era tumbarse en el suelo y echarse a llorar.

Pero no tenía fuerzas ni para eso. Se sentía vacía. Nunca se había sentido tan vacía.

—?Estás cansada? —preguntó 42 al cabo de un rato.

Alice negó con la cabeza, aunque sí lo estaba.

—Podemos parar un poco.

—Si nos detenemos ahora —replicó Alice con voz monótona—, nos encontrarán.

—O no, no sabes si nos están buscando, con todo ese montón de cadáveres no creo que se den cuenta de nuestra desaparición.

—?Es que no has oído al de la habitación? Saben que faltan dos.

—Entonces... quizá deberíamos escondernos.

Alice siguió, poco convencida. No había amanecido del todo. Ignoraba qué hora sería, pero quizá alrededor de las cinco o las seis de la ma?ana. Podían descansar un poco, hasta que saliera el sol, y averiguar cuál era el este. Su padre le había dicho que se dirigiera hacia allá.

42 pareció aliviada cuando Alice giró el volante y se metió lentamente en la zona boscosa. Recorrió un trecho, hasta que el coche quedó oculto. Sin decir una palabra, apagó el motor y ambas echaron los asientos hacia atrás para tumbarse.

Durante casi una hora, estuvieron inmersas en un profundo silencio, sin que ninguna pudiera dormir. Alice no era capaz de cerrar los ojos, tenía la sensación de que si lo hacía reviviría todo y no podía soportarlo. 42, por otro lado, seguía con ganas de llorar. Quizá por eso fue la primera que se animó a decir algo.

—?Puedo preguntarte una cosa?

Alice asintió en la oscuridad.

—?Tú tienes...? —se cortó y volvió a empezar—. Quiero decir..., no es que me haya pasado, pero..., ejem, ?alguna vez has tenido el mismo sue?o varias noches?

Alice frunció el ce?o y la miró, aunque incluso con su vista mejorada lo único que alcanzaba a ver era su silueta.

?A qué venía eso ahora, en aquellas circunstancias?

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