Con los labios apretados y visiblemente enfurru?ada, me arrebató la cesta y se fue hacia el mostrador para pagar.
Yo suspiré y mis ojos se dirigieron hacia Jenks, que, sentado en un estante, se encogió de hombros. Lentamente seguí los pasos de mi madre preguntándome si la había ofendido mucho más de lo que imaginaba. A veces se le iba la olla. Francamente, ella debía saberlo mejor que nadie.
Mientras estábamos de compras, habían encendido las luces de la calle, y el asfalto, mojado por la lluvia, brillaba con la festiva iluminación dorada y violeta. Daba la impresión de que hacía frío y, cuando me dirigí a la caja, me ajusté la bufanda para Jenks.
—Gracias —musitó mientras aterrizaba en mi hombro. Sus alas temblorosas rozaron mi cuello al posarse. El mes de octubre solía ser demasiado frío para que estuviera fuera pero, teniendo en cuenta que el jardín estaba prácticamente seco y que Matalina necesitaba semillas de helecho, no tenía más remedio que arriesgarse a salir con lluvia para acercarse a una tienda de hechizos. Haría cualquier cosa por su mujer, pensé frotándome la nariz, que había empezado a gotearme.
—?Qué me dices de esa cafetería a dos manzanas de aquí? —sugirió mi madre mientras el amortiguado bip bip de la máquina leyendo los códigos de barras contrastaba con los mundanos olores de la tienda.
—Coge aire, Jenks. Voy a estornudar —le advertí y, él, mascullando cosas que, por suerte, no entendí, voló hasta el hombro de mi madre.
Fue un estornudo liberador, que me desatascó los pulmones y me valió un ?Salud? por parte de la dependienta. Desgraciadamente, fue seguido de otro y antes de tener tiempo de enderezarme, un tercero me golpeó. Empecé a respirar de forma superficial para intentar evitar el siguiente y miré a Jenks consternada.
—Mierda —susurré. Había una sola cosa que pudiera hacerme estornudar de aquel modo. Y el sol acababa de ponerse—. ?Mierda, mierda, mierda! —Me giré hacia la dependienta, que estaba metiendo las cosas en una bolsa. No tenía mi círculo de invocación. El primero se me había roto, y el nuevo estaba apretujado entre dos libros de encantamientos bajo la encimera de mi cocina—. ?Mierda, mierda, mierda! Debería haber hecho uno del tama?o de un espejo de bolsillo.
?Disculpe —dije soltando una especie de gorgorito y cogiendo el pa?uelo de papel que me ofrecía mi madre y que acababa de sacar del bolso—. ?Tienen círculos de invocación?
La mujer me miró fijamente, claramente ofendida.
—?Por supuesto que no! Alice, me dijiste que no se dedicaba a tratar con demonios. ?Salid inmediatamente de mi tienda!
Mi madre soltó un bufido, visiblemente enfadada, pero luego la expresión de su rostro cambió y adoptó una actitud conciliadora.
—Patricia —dijo intentando engatusarla—, Rachel no invoca demonios. Los periódicos publican lo que saben que vende. Eso es todo.
Yo estornudé de nuevo, y esta vez lo hice con tanta fuerza que incluso me dolió. Mierda. Teníamos que salir de allí como fuera.
—?Eh, Rachel! —me gritó Jenks. Alcé la vista e intenté coger el trozo de tiza magnética envuelto en papel celofán que me lanzaba. Mientras trataba torpemente de abrir el envoltorio, me esforcé por recordar el complejo pentáculo que me había ense?ado Ceri. Minias era el único demonio que sabía que yo tenía línea directa con el más allá y, si no le contestaba, cabía la posibilidad de que cruzara las líneas para venir a por mí.
En aquel momento sentí un dolor punzante que provenía de un lugar lejano. Doblada por la mitad, solté un grito ahogado y caí hacia atrás respirando con dificultad.
Jenks chocó contra el techo, dejando atrás una nube de polvo plateado que recordaba a cuando los pulpos expulsan un chorro de tinta. Mi madre, que seguía junto a su amiga, se giró hacia mí.
—?Rachel? —preguntó con los ojos abiertos de par en par mientras yo me inclinaba hacia delante y me agarraba la mu?eca.
En ese preciso instante la mano se me entumeció y solté la tiza. Sentía como si mi mu?eca estuviera ardiendo.
—?Salid de aquí! —grité a las dos mujeres que me miraban como si hubiera perdido la razón.
Todos dimos un salto cuando la presión del aire cambió violentamente. Con los oídos zumbándome, levanté la vista con el corazón a mil y conteniendo la respiración. Estaba allí. No podía verlo, pero el demonio se encontraba allí. En alguna parte. Percibía el olor a ámbar quemado.
Entonces avisté la tiza, la recogí y agarré el celofán, pero mis u?as no con-seguían encontrar la juntura. Me debatía entre el miedo y la rabia. Minias no tenía derecho alguno a molestarme. No tenía ninguna deuda con él, ni él tampoco conmigo. ?Y por qué demonios no conseguía abrir aquel maldito envoltorio y sacar la tiza?
—?Rachel Mariana Morgan? —exclamó una voz con el elegante acento británico que se podía esperar de una obra de Shakespeare, y sentí un frío en la cara—. ?Dóoonde estaaás? —preguntó arrastrando las palabras.