Entonces el marino pareció tomar una decisión respecto a algo. Saludó a Lawrence y le indicó que se dirigiera a un peque?o edificio apartado del fuego.
El edificio parecía tan sólo un muro brillante a la luz del fuego, pero cada cierto tiempo una salva de luz azul magnesio hacía que los marcos de las ventanas resaltasen en la oscuridad, un relámpago rectangular que se repetía muchas veces a lo largo de la noche. Lawrence comenzó a pedalear de nuevo y avanzó hasta superar el edificio: una bandada de periodistas en alerta daba vueltas punteando sobre finos cuadernos con imponentes lápices marca Ticonderoga, fotógrafos moviéndose como cangrejos haciendo girar sus enormes margaritas cromadas, filas retorcidas de gente durmiendo con mantas sobre sus cabezas, un hombre sudoroso con el pelo engominado trazando nombres con diéresis sobre una pizarra. Finalmente, al dar la vuelta al edificio, percibió el olor a combustible caliente, sintió el calor de las llamas en el rostro y vio arena cristalizada curvada sobre sí misma y desecada.
Contempló el globo del mundo, no el globo recubierto de continentes y océanos sino tan sólo su esqueleto: un pu?ado de meridianos, curvándose hacia atrás para encerrar una bóveda interior de llamas color naranja. Contra la luz del aceite ardiendo esas longitudes se veían finas y retorcidas, como los trazos de tinta de un dibujante. Pero al acercarse las vio convertirse en inteligentes composiciones de anillos y travesa?os, huecos como los huesos de un pájaro. Al alejarse del polo antes o después empezaban a desviarse, a torcerse o simplemente se rompían y colgaban entre el fuego, oscilando como tallos secos. La perfecta geometría también se veía manchada, aquí y allá, por redes de cable y arneses de tendido eléctrico. Lawrence estuvo a punto de pisar una botella de vino rota y decidió que sería mejor caminar, para preservar los neumáticos de la bicicleta, así que apoyó la bici en el suelo, con la rueda delantera tapando un jarrón de aluminio al que parecían haber hecho girar en un torno, con unas cuantas rosas carbonizadas colgando de él. Varios marinos habían juntado sus manos para formar una especie de trono y transportaban un trozo de carbón con forma humana, cubierto con una manta de asbesto inmaculado. Mientras caminaban, las puntas de sus zapatos tropezaban en las extensas mara?as ramificadas de sogas, cuerdas de piano, cables y alambres, creativos movimientos furtivos sobre la hierba y la arena, docenas de yardas en cada dirección. Lawrence comenzó a pisar cuidadosamente, un pie delante del otro, intentando estimar la enormidad de lo que estaba viendo. Una vaina en forma de cohete estaba clavada torcida en la arena, sosteniendo un paraguas de hélices dobladas. Los travesa?os y pasarelas de duraluminio se extendían sobre él a lo largo de millas. Había una maleta abierta, mostrando un par de zapatos de mujer como si se tratase del escaparate de una tienda del centro, y un menú que se había carbonizado hasta convertirse en un óvalo blanco, y a continuación varias láminas de pared arrugadas, como si una habitación completa se hubiese caído del cielo. Estaban decoradas, una con un mapa gigante del mundo, enormes círculos formando un arco desde Berlín hasta ciudades aquí y allá, y otra con una fotografía de un alemán gordo y famoso vestido de uniforme, sonriendo sobre una plataforma llena de flores, con el enorme horizonte de un zeppelín nuevo a su espalda.
Pasado un rato dejó de ver cosas nuevas. Se subió a la bicicleta y regresó a través de los Pine Barrens. Se perdió en la oscuridad y no encontró el camino de vuelta a la torre de vigilancia de incendios hasta el amanecer. Pero no le importó perderse porque mientras pedaleaba en la oscuridad estuvo pensando en la máquina de Turing. Finalmente llegó a la orilla del estanque donde habían acampado. La luz del amanecer brillando sobre el platillo de agua rojiza y tranquila hacía que pareciese una piscina de sangre. Alan Mathison Turing y Rudolf von Hacklheber estaban tendidos uno junto a otro, como cucharillas sobre la orilla, todavía algo manchados por el ba?o del día anterior. Lawrence encendió una peque?a hoguera, preparó té y finalmente se despertaron.
—?Resolviste el problema —le preguntó Alan.
—Bueno, puedes convertir esa máquina universal de Turing tuya en cualquier otra máquina cambiando los ajustes…
—?Ajustes?
—Perdona, Alan, me imagino tu M.U.T. como si fuese una especie de órgano.
—Oh.
—Una vez que hayas hecho eso, en cualquier caso, puedes hacer cualquier cálculo que desees, si la cinta es lo bastante larga. Pero caray. Alan, hacer una cinta que sea lo bastante larga, y sobre la que puedas escribir símbolos y borrarlos va a ser bastante complicado… el tambor de condensadores de Atanasoff sólo funcionaría hasta un cierto tama?o… tendrías que…
—Te estás desviando —dijo Alan con amabilidad.
—Sí, está bien, bueno… si tuvieses una máquina como ésa, entonces cualquier ajuste dado podría representarse por un número… una serie de símbolos. Y la cinta que introducirías para comenzar los cálculos contendría otra serie de símbolos. Así que volvemos a empezar con la prueba de Gódel… Si cualquier posible combinación de máquina y datos pueden representarse como una serie de símbolos, entonces puedes colocar todas las series posibles de números en una gran tabla, y entonces se convierte en un argumento del estilo de la diagonal de Cantor, y la respuesta es que deben existir algunos números que no pueden ser computados.
—?Y el Entscheidungsproblem? —le recordó Rudy.
—Probar o refutar una fórmula, una vez que has cifrado la fórmula en números, quiero decir, es simplemente un cálculo sobre ese número. Por lo tanto eso significa que la respuesta a la pregunta es ?no! ?Ciertas fórmulas no pueden probarse o refutarse por ningún proceso mecánico! ?Así que supongo que ser humano tiene algún sentido después de todo!
Alan parecía satisfecho hasta que Lawrence hizo este último comentario, y entonces su expresión se derrumbó.