El Código Enigma

—Pero después de Gódel, la cosa cambió —comentó Rudy.

 

—Es cierto… después de Gódel se convirtió en ??Podemos determinar si una afirmación dada es demostrable o no??. En otras palabras, ?hay algún tipo de proceso mecánico que podamos usar para separar las afirmaciones demostrables de las indemostrables?

 

—Se supone que ?proceso mecánico? es una metáfora. Alan…

 

—?Oh, cállate, Rudy! Lawrence y yo nos sentimos bien cómodos con las máquinas.

 

—Lo comprendo —dijo Lawrence.

 

—?Qué quieres decir con que lo comprendes? —preguntó Alan.

 

—Tú máquina… no la calculadora de la función zeta, sino la otra. Esa que dices que vas a construir…

 

—Sse la llama Máquina Universal de Turing —dijo Rudy.

 

—El propósito de ese dispositivo sería distinguir lo que se puede probar de lo que no se puede probar, ?no?

 

—Por eso se me ocurrió el concepto básico —dijo Alan—. Por tanto, la pregunta de Hilbert ha quedado contestada. Ahora sólo quiero construir una máquina que pueda derrotar a Rudy al ajedrez.

 

—?Todavía no le has revelado la respuesta al pobre Lawrense! —protestó Rudy.

 

—Lawrence puede descubrirla por sí mismo —les respondió Alan—. Así tendrá algo que hacer.

 

Pronto quedó claro lo que Alan había pretendido decir: ?así tendrá algo que hacer mientras nosotros follamos?. Lawrence se metió una libreta de notas en los pantalones y recorrió en la bicicleta el centenar de yardas hasta la torre de vigilancia de incendios, subió los escalones hasta la plataforma que había en lo alto y se sentó, de espaldas al sol de la tarde, con el libro sobre las rodillas para que le diese la luz.

 

No podía concentrarse y al final se distrajo por una falsa salida del sol que iluminó las nubes del noroeste. Al principio pensó que algunas nubes bajas reflejaban en su dirección la luz de la puesta de sol, pero se trataba de una luz demasiado concentrada y parpadeante para ser eso. A continuación se le ocurrió que podía ser un rayo. Pero la luz no era lo suficientemente azulada. Fluctuaba muchísimo, modulada (era de suponer) por los asombrosos y grandes sucesos que se ocultaban tras el horizonte. A medida que el sol se ocultaba al otro lado del mundo, la luz en el horizonte de New Jersey se convirtió en un resplandor continuo y apacible del color de una linterna cuando iluminas con ella la palma de tu mano bajo las sábanas.

 

Lawrence descendió, fue hasta la bicicleta y marchó hacia los Pine Barrens. No tardó mucho en llegar a una carretera que iba más o menos en dirección hacia la luz. La mayor parte del tiempo no podía ver nada, ni siquiera la carretera, pero después de un par de horas el resplandor que se reflejaba en la capa de nubes bajas iluminó las piedras planas de la carretera, y convirtió los sinuosos riachuelos de los Barrens en brillantes hendiduras.

 

La carretera comenzaba a desviarse en dirección opuesta, así que Lawrence atajó directamente por medio del bosque, ya que ahora estaba muy cerca y la luz del cielo era lo bastante fuerte como para que pudiese verla a través del escasamente poblado tapiz de pinos maltrechos, troncos negros que parecían haber sido pasto del fuego, aunque no era así. El terreno se había convertido en arena, pero estaba húmeda y compacta, y la bicicleta tenía neumáticos gruesos que rodaban bastante bien sobre esa superficie. Llegado a un punto tuvo que detenerse y alzar la bicicleta sobre una valla alambrada. A continuación salió de entre los troncos a una extensión perfectamente llana de arena blanca, salpicada de penachos de hierba de playa y al momento quedó deslumbrado por una barrera baja de llamas silenciosas y estables que atravesaba parte del horizonte, aproximadamente del ancho de la luna llena del equinoccio de oto?o cuando se hunde en el mar. La intensidad de su brillo hacía difícil que pudiese ver ninguna otra cosa. Lawrence seguía pedaleando, tropezando con las peque?as zanjas y riachuelos que serpenteaban por el llano. Aprendió a no mirar directamente las llamas. En cualquier caso, mirar hacia ambos lados era más interesante: la meseta estaba delimitada a intervalos amplios por los edificios más grandes que había visto nunca, estructuras de caja de galletas construidas por faraones, y en las plazas de una milla de ancho que había entre ellos, gnómones de acero triangulado se asentaban sobre bases amplias: los esqueletos internos de pirámides. El mayor de ellos perforaba el centro de una línea férrea perfectamente circular de varios centenares de pies de diámetro: dos curvas plateadas marcadas sobre el monótono suelo, interrumpidas en el punto donde la sombra de la torre, un reloj de sol parado, marcaba el tiempo. Se acercó a un edificio más peque?o que el resto, con tanques de forma ovalada junto a él. Salían murmullos de vapor desde las válvulas que estaban en la parte superior de los tanques, pero en lugar de elevarse en el aire goteaba por los laterales, golpeaba el suelo y se extendía, recubriendo la hierba con un manto plateado.

 

Mil marinos de blanco formaban un anillo en torno a las llamas. Uno de ellos alzó la mano y le hizo una se?al para que se detuviera. Lawrence se paró junto al marino y puso un pie en la arena para estabilizarse. Ambos se contemplaron mutuamente durante unos segundos y a continuación, Lawrence, al que no se le ocurría nada más, dijo:

 

—Yo también estoy en la Marina.

 

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