Antes bruja que muerta

Tenía la mano empapada y me di cuenta que estaba apretando el trapo con tal fuerza que chorreaba. Lo tiré al fregadero, furiosa y deprimida. Lo que no era una buena combinación. En el salón, la alegre música pop saltaba y rebotaba.

 

—?Quieres apagar eso de una vez? —grité. Me dolía la mandíbula de tanto apretarla y me obligué a separar los dientes cuando se paró la música. Medí el azúcar echando pestes y lo eché en el cazo. Fui a coger la cuchara y emití un gemido frustrado cuando recordé que ya había a?adido el azúcar.

 

—Maldita sea la Revelación entera —murmuré. Iba a tener que hacer dos hornadas.

 

Con la cuchara bien agarrada intenté revolverlo pero el azúcar se desbordó por todas partes, incluido el borde del cuenco. Apreté los dientes y regresé a zancadas al fregadero a buscar el trapo.

 

—No sabes una mierda —susurré mientras hacía un montoncito con el azúcar derramada—. Nick puede que vuelva. Dijo que iba a volver, y tengo su llave.

 

Dejé caer el montoncito de azúcar en una mano y dudé antes de echarlo al cuenco con el resto. Me limpié el último grano de los dedos y miré el pasillo oscuro. Nick no me habría dado la llave si no pensara volver.

 

Empezó a sonar la música, suave, con un ritmo regular. Entrecerré los ojos. Yo no le había dicho que podía poner otra cosa. Enfadada, di un paso hacia el salón y después me detuve con una sacudida. Kisten se había ido en plena conversación y se había llevado algo de comer con él. Algo crujiente. Según el libro de Ivy, el de las citas, eso era una invitación vampírica. Y seguirlo sería como decir que me interesaba. Peor todavía, él sabía que yo lo sabía.

 

Yo seguía mirando el pasillo cuando Kisten pasó por allí. Dio marcha atrás y se detuvo al verme allí, con una expresión ilegible en la cara.

 

—Te espero en el santuario —dijo—. ?Te parece bien?

 

—Claro —susurré.

 

Alzó los ojos y con aquella misma sonrisa, se comió una almendra.

 

—De acuerdo. —Kisten se desvaneció por el pasillo oscuro, sus botas no hacían ruido en el suelo de madera.

 

Me di la vuelta y me quedé mirando la ventana negra de la noche. Conté hasta diez. Volví a contar hasta diez. Conté hasta diez una tercera vez y para cuando llegué a siete me encontré en el pasillo. Entro, digo lo que tengo que decir y me voy, me prometí. Lo encontré ante el piano, se había sentado en la banqueta y me daba la espalda. Se irguió cuando dejé de arrastrar los pies.

 

—Nick es un buen hombre —dije con voz temblorosa.

 

—Nick es un buen hombre —asintió él sin darse la vuelta.

 

—Me hace sentir deseada, necesitada.

 

Kisten giró poco a poco. La luz tenue que se filtraba de la calle se reflejó en su barba incipiente. El perfil de sus anchos hombros se ahusaba en la delgada cintura y me di una sacudida mental al ver lo guapo que estaba.

 

—Antes sí. —Su voz profunda y suave me dio escalofríos.

 

—No quiero hablar más de él.

 

Kisten me miró durante apenas un segundo.

 

—De acuerdo —dijo después.

 

—Bien. —Respiré hondo muy rápido, me di la vuelta y salí.

 

Me temblaban las rodillas y mientras escuchaba por si se oían pasos detrás de mí, giré a la derecha y entré en mi habitación. Con el corazón desbocado, estiré la mano para coger mi perfume. El que ocultaba mi olor.

 

—No.

 

Giré con un grito ahogado y me encontré a Kisten detrás de mí. Se me resbaló el frasco de Ivy de entre los dedos. La mano de Kisten salió disparada y di un salto cuando envolvió la mía y aprisionó el precioso frasquito, a salvo en mi mano. Me quedé helada.

 

—Me gusta cómo hueles —susurró. Estaba muy, pero que muy cerca. Se me hizo un nudo en el estómago. Podía arriesgarme a atraer a Al si invocaba una línea para dejarlo inconsciente, pero no quería.

 

—Tienes que salir de mi habitación —le dije.

 

Sus ojos azules parecían negros bajo aquella iluminación tenue. El leve fulgor de la cocina lo convertía en una sombra atrayente, peligrosa. Tenía los hombros tan tensos que me dolieron cuando me abrió la mano y me quitó el perfume. El chasquido cuando chocó con mi tocador me hizo erguirme de un salto.

 

—Nick no va a volver —dijo, acusador y franco. Me quedé sin aliento y cerré los ojos. Oh, Dios.

 

—Lo sé.

 

Abrí los ojos de golpe cuando me cogió por los codos. Me quedé inmóvil, esperaba que mi cicatriz cobrara vida con un destello, pero no pasó nada. No estaba intentando hechizarme. Una parte absurda de mí lo respetó por eso, y como una idiota, no hice nada cuando debería haberle dicho que saliera cagando leches de mi iglesia y que no se acercara a mí.

 

—Necesitas que te necesiten, Rachel —dijo a solo unos centímetros de mí, su aliento me agitó el pelo—. Vives con tanta luz, con tanta honestidad, que necesitas que te necesiten. Estás sufriendo. Puedo sentirlo.

 

—Lo sé.

 

En sus ojos solemnes asomó una sombra de compasión.

 

—Nick es humano. Por mucho que lo intente, jamás te entenderá de verdad.