No como ahora.
Belinda aún tenía que encontrar la manera de sacar 37.000 dólares de alguna parte, pero incluso eso era solo una solución a corto plazo. A la larga, tendría que conseguir como fuera la cantidad total de 62.000 dólares. Había agotado ya sus tarjetas sacando efectivo por un total de diez mil, y había aumentado su línea de crédito en otros cinco. También tendría que devolverles a sus amigos los ocho mil que habían puesto de su bolsillo. Y si lograban sacar otros quince o veinte mil por la ranchera y lo invertían también en la reducción de la deuda, sería estupendo, aunque Belinda de todas formas tuviera que reembolsárselos en algún momento. Aun así, prefería debérselo a ellos que a sus proveedores.
Los proveedores querían el dinero que se les debía. Se lo habían dejado muy claro a sus amigos y a ella. Y no les importaba quién tenía la culpa de nada.
Sin embargo, había sido Belinda la que había recibido las acusaciones.
—Todo esto es culpa tuya —le habían dicho sus amigos—. Con esa gente no se juega. Quieren que les demos el dinero, y nosotros queremos que tú nos lo des ya.
Belinda había suplicado, había alegado que ella no tenía la culpa.
—Fue un accidente —no hacía más que excusarse—. Una de esas cosas que pasan.
Le dijeron que difícilmente podía tratarse de un accidente. Dos coches que chocaban uno contra el otro sin ninguna razón, eso era un accidente. Pero cuando uno de los dos conductores tomaba la decisión de hacer algo muy, pero que muy estúpido, bueno, entonces se entraba en un terreno algo más turbio, ?o no?
Pero es que el coche entero había ardido en llamas, les había dicho Belinda.
—?Qué narices queréis que haga yo?
A nadie le interesaban sus excusas.
De una forma o de otra tenía que conseguir el dinero. Razón de más para encontrar compradores para el material que le quedaba aún. Unos cuantos cientos de aquí, otros cuantos cientos de allá… Todo ayudaba. Si aquellos cabrones le aceptaran la devolución del producto… Al menos así saldaría buena parte de la deuda. Pero aquello no era Sears. La política de aquella gente era ?No se admiten devoluciones?. Lo único que querían era su dinero.
Belinda tenía que hacer unas cuantas entregas que podría realizar esa noche. Había un tío de Derby que necesitaba Avandia para su diabetes tipo 2, y tenía a otro cliente a solo un par de manzanas de allí que tomaba Propecia para la calvicie. Belinda pensó que a lo mejor estaría bien quedarse con un par de cajas de esas pastillas, molerlas y luego echarlas en los cereales con yogur que George se tomaba por las ma?ana. El emparrado con el que hacía varios a?os que intentaba disimular su falta de pelo no enga?aba a nadie. En la otra punta de la ciudad había una mujer a la que le suministraba Viagra, y Belinda se preguntó si la se?ora no haría justamente eso: pulverizar la píldora y echarla a escondidas en las tarrinas de helado de chocolate y malvaviscos de su marido. Y así tenerlo listo para la cama. También pensó que tendría que hacerle una llamada a aquel hombre de Orange, a ver si se le estaba acabando ya el lisinopril para el corazón.
Al principio había pensado montar una página web, pero descubrió enseguida que el boca oreja funcionaba bastante bien. Quien más, quien menos necesitaba algún medicamento de prescripción médica de alguna clase, y en los tiempos que corrían todo el mundo intentaba encontrar la forma de ahorrar un poco en gastos farmacéuticos. Ahora que prácticamente nadie tenía contratado un plan de medicamentos con su seguro médico, y los que lo tenían se preguntaban durante cuánto tiempo serían capaces de mantenerlo, había bastante demanda para lo que Belinda ofrecía. Sus fármacos de prescripción médica (que ella, por cierto, facilitaba sin receta) se fabricaban quién sabe dónde, en algún lugar perdido de China, puede que en las mismas fábricas de las que salían aquellos bolsos Fendi de imitación que Ann Slocum publicitaba por ahí. E, igual que esos bolsos, podían conseguirse por solo una peque?a parte de lo que costaba el producto auténtico.
Belinda se decía a sí misma que estaba haciendo un servicio público. Contribuía a la buena salud de la gente, y además les ayudaba a ahorrarse un dinero.
Sin embargo, tampoco es que se sintiera muy cómoda con esa fuente de ingresos adicional como para contárselo a George. Su marido podía ponerse más que pesado con sus sermones sobre la inviolabilidad de las marcas registradas y la protección del copyright. Casi le había dado un síncope una vez que, estando en Manhattan haría unos cinco a?os, Belinda había intentado comprar un bolso falso de Kate Spade a un tipo que los vendía justo a la vuelta de la esquina de la Zona Cero.
Así que no guardaba los fármacos en casa.