El accidente

Pam pagó la carrera y las dos se fueron andando en dirección a Canal Street. Una manzana más allá se había congregado una muchedumbre.

 

—Ay, Dios mío —dijo Edna, y miró para otro lado.

 

Pam, sin embargo, se había quedado hipnotizada. Sobre el capó de un taxi amarillo que se había empotrado contra una farola se veían las piernas extendidas de un hombre. La mitad superior de su cuerpo había atravesado el parabrisas y estaba tendido encima del salpicadero. Bajo las ruedas delanteras del coche había quedado atrapada y aplastada una bicicleta. Al volante no se veía a nadie. A lo mejor ya se habían llevado al conductor al hospital. Había varias personas con las siglas del cuerpo de bomberos y de la policía de Nueva York en la espalda inspeccionando el vehículo, diciéndole a la gente que se apartara.

 

—Mierda de mensajeros en bicicleta… —comentó alguien—. Lo que me extra?a es que esto no pase más a menudo.

 

Edna cogió a Pam del codo.

 

—No puedo mirar.

 

Cuando por fin lograron llegar a Canal con Broadway, todavía no habían conseguido borrar aquella espantosa imagen de su mente, pero por lo menos ya habían empezado a repetirse el mantra de que ?estas cosas pasan?, y eso les permitiría seguir aprovechando lo que les quedaba del fin de semana.

 

Con la cámara del móvil, Pam le hizo una foto a Edna de pie bajo la se?al de Broadway, y luego Edna le sacó otra a Pam en el mismo sitio. Un hombre que pasaba por allí se ofreció a hacerles una a las dos juntas, pero Edna dijo que no, gracias, y después le comentó a Pam que seguramente no era más que una treta para robarles los móviles.

 

—Que no nací ayer… —a?adió.

 

Siguieron andando por Canal Street en dirección este y de pronto las dos se sintieron como si acabaran de aterrizar en un país extranjero. ?No era esa la pinta que tenían los mercados de Hong Kong, Marruecos o Tailandia? Tiendas api?adas unas junto a otras, la mercancía cayendo en desorden hasta la calle.

 

—No son precisamente los almacenes Sears —comentó Pam.

 

—Cuánto chino… —dijo Edna.

 

—Me parece que eso es porque estamos en Chinatown.

 

Un indigente que llevaba una sudadera de los Toronto Maple Leafs les preguntó si tenían algo de suelto para darle. Otro intentó ofrecerles un flyer, pero Pam levantó la mano a la defensiva. Había grupitos de chicas adolescentes que se las quedaban mirando y se echaban a reír, algunas de ellas lograban incluso mantener una conversación mientras la música atronaba desde los auriculares que llevaban embutidos en los oídos.

 

Los escaparates de las tiendas estaban llenos a reventar de collares, relojes, gafas de sol. Había una que en la entrada tenía un cartel de COMPRO ORO. Otro cartel que colgaba de una escalera de incendios, alargado y vertical, anunciaba: ?Tattoo – Body Piercing – Tatuajes Temporales de Henna – Joyas para Todo el Cuerpo – Libros Revistas Obras de Arte 2.o Piso?. Había rótulos que proclamaban ?Piel? y ?Pashmina?, y un sinfín de letreros escritos con caracteres chinos. Había incluso un Burger King.

 

Las dos mujeres entraron en lo que creyeron que era una tienda, pero que resultó ser decenas de ellas. Igual que un minicentro comercial o un mercadillo, cada establecimiento estaba instalado en su propio cubículo de paredes de cristal y cada uno de ellos tenía su propia especialidad. Había puestos de joyas, de DVD, de relojes, de bolsos.

 

—Mira eso —exclamó Edna—. Un Rolex.

 

—No es auténtico —dijo Pam—, pero es una preciosidad. ?Crees que en Butler alguien notará la diferencia?

 

—?Crees que en Butler habrá alguien que sepa lo que es un Rolex? —Edna se echó a reír—. ?Ay, mira esos bolsos de ahí!

 

Fendi, Coach, Kate Spade, Louis Vuitton, Prada.

 

—No me puedo creer que cuesten tan poco —dijo Pam—. ?Cuánto pagarías normalmente por un bolso así?

 

—Mucho, muchísimo más —contestó Edna.

 

El chino que regentaba el puesto les preguntó si podía ayudarlas en algo. Pam, que intentaba hacer como si estuviera en territorio conocido, lo cual no era nada fácil cuando tenías una guía de la ciudad asomando por el bolso, preguntó:

 

—?Dónde tiene usted las gangas de verdad?

 

—?Cómo?

 

—Estos bolsos están muy bien —dijo Pam—, pero ?dónde esconde el material de primera?

 

Edna sacudió la cabeza con nerviosismo.

 

—No, no, estos están bien. Podemos elegir de aquí —dijo.

 

Pero Pam insistió:

 

—Una amiga me ha dicho…, no sé si estuvo justamente en su tienda, pero me ha dicho que a lo mejor hay otros bolsos que no están aquí expuestos.

 

El hombre negó con la cabeza.

 

—Pruebe con ella —a?adió, se?alando más hacia el fondo de aquella madriguera de tiendas.

 

Pam fue al siguiente puesto y, después de echarles una miradita rápida a los bolsos que había allí expuestos, le preguntó a una anciana china vestida con una chaqueta de brillante seda roja que dónde escondían el material bueno.

 

—?Eh? —hizo la mujer.